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La obra de Gustavo Adolfo Bécquer se sitúa en un período de difícil clasificación para la rutinaria taxonomía de nuestra historia literaria: el que queda entre el Romanticismo y el Realismo. Claro está que tal dificultad procede de la rígida delimitación de ambos movimientos, que sólo en la superficie pueden parecer antagónicos. De ahí deriva que a Bécquer se le considere un «romántico rezagado» que, paradójicamente, anticipa la literatura del siglo XX; un escritor en discordancia con la época en que vivió, y, por tanto, destinado a la marginación en vida y al triunfo póstumo. Tanta excepcionalidad, tal cúmulo de desajustes de dudosa eficacia didáctica, va acompañado de la no menos tópica consideración de Bécquer como un espíritu puro, refractario a las vulgaridades de la vida cotidiana y a las duras batallas políticas de su tiempo.
Sin embargo, Bécquer fue un escritor en plena consonancia con su tiempo. La mayor parte de su obra la difundió en publicaciones de primera categoría y de amplia circulación. El carácter periodístico de su producción en prosa es una prueba de su sintonía con los gustos del público. Y en cuanto a su poesía, había sido difundida en parte en la prensa, y sólo los azares de la política impidieron su publicación en forma de libro. No está de más recordar que su mecenas era nada menos que Luis González Bravo, ministro y primer ministro en varias ocasiones. Esto nos indica que las Rimas sintonizaban con la mentalidad y los gustos de los sectores dominantes. Por otro lado, la marginación de Bécquer fue temporal, y no mayor ni peor que la usual entre los jóvenes escritores de su promoción (Valera, Alarcón...), que, procedentes de provincias, pasaban en la capital una fase de bohemia hasta que encontraban una colocación al amparo del poder. Así lo hizo Bécquer, protegido por González Bravo, con quien le unió no sólo amistad, sino también una sólida afinidad política e ideológica, que el escritor expresaría en multitud de artículos en la prensa del partido moderado, artículos de los que hoy apenas tenemos noticia1. Al mismo tiempo ejerció el cargo, eminentemente político, de censor de novelas, gozando de uno de los sueldos más altos de la Administración.
Esta homología entre Bécquer y la sociedad de su tiempo tiene, claro está, repercusiones en su producción literaria y, más concretamente, en las leyendas, que es lo que ahora nos interesa. Ante todo, hay que insistir en su carácter periodístico. Con excepción de la primera, El caudillo de las manos rojas, cuyo exotismo y lenguaje poético la distinguen claramente de las demás, se trata de relatos pensados para satisfacer los gustos del receptor. No parece casual que Bécquer abandonara la temática y el estilo renovadores de Caudillo para adaptarse a las convenciones del género establecidas por Zorrilla y sus imitadores: ubicación medieval y española, recurso a la tradición popular, temática sobrenatural cristiana... Con ello las leyendas becquerianas entran de lleno en un ámbito familiar para el lector, o sea el lector de la prensa moderada, de ideología católica y tradicional.
Para acercarse más al receptor, en varias leyendas Bécquer coloca una introducción destinada a preparar el ánimo del lector para que acepte entrar en el mundo de lo fantástico2. Tales introducciones son especialmente necesarias en las que se publicaron en El Contemporáneo, donde aparecían en un rincón, después de las informaciones políticas y económicas. De esta forma, Bécquer quena hacer menos brusco el salto del ámbito de lo prosaico al de lo fantástico. Otro elemento literario influido por el factor periodístico se manifiesta en el hecho de que Bécquer trata de adecuar la ubicación temporal del relato a la fecha en que se publica: El monte de las ánimas apareció unos días después del Día de Difuntos; Maese Pérez, el organista, poco después de Navidad; El Miserere y La rosa de pasión, en Jueves Santo.