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Había una vez un niño que era hijo de los cuidadores de un impresionante castillo antiguo, lleno de cuadros antiguos y armaduras. Un día, el niño observó que de uno de los cuadros principales, uno en el que aparecía uno de los antiguos reyes, sosteniendo el cetro junto a su hijo el príncipe y algunos de sus cortesanos, había desaparecido el rey.
El niño no le dio mucha importancia, y pensó que se había equivocado, pero un rato después pasó de nuevo por allí y observó que el cetro, abandonado por el rey, se había inclinado. Se quedó pensativo e intrigado, y más aún cuando al poco vio que la inclinación del cetro aumentaba, y que a ese ritmo, en unas pocas horas acabaría por golpear en la cabeza al príncipe.
El niño comenzó entonces a buscar al rey del cuadro por todas partes, hasta que finalmente lo encontró en los aseos del castillo, dándose tranquilamente un estupendo baño de espuma en la más grande de las bañeras. El niño quedó sin palabras, y al ver su asombro, el rey le explicó que llevaba años y años colgado en las paredes de aquel castillo, y que aún no le habían limpiado el polvo ni una sola vez, y que estaba ya tan sucio que no podía aguantar ni un rato más sin darse un baño.
Cuando se recuperó de la sorpresa, el niño le explicó respetuosamente lo que estaba a punto de pasar con el cetro y el príncipe, y el rey se apresuró a volver a su sitio, dándole las gracias por el aviso y rogándole que les pidiera a sus padres que limpiaran de vez en cuando los cuadros.
Pero no hizo falta, porque desde aquel día, es el propio niño quien cuida y limpia cada uno de los cuadros y esculturas del castillo, para estar seguro de que ninguno más tiene que escaparse a darse un baño.
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