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“La identidad narrativa permite al agente aprehender la totalidad de sus acciones como suyas (y no como una diversidad incoherente), en la singularidad de una unidad temporal única y propia, pero que no es la identidad estable e inmutable de la sustancia aristotélica.
El concepto de identidad narrativa permite incluir el cambio en la cohesión de una vida. El agente actúa en el mundo y en el seno de un contexto dado, pero al mismo tiempo, el sentido de su acción sólo le es accesible a través de la lectura (o narración digo yo) de su historia. Es posible ver aquí el aspecto circular, a la vez pasivo y activo, de esta comprensión: en el mismo acto que me comprendo a mí mismo a través de la narración, me construyo”.
Paul Ricoeur
Entender la oralidad en una perspectiva de configuraciones identitarias puede sonar un poco abstracto, en tanto no haya un marco práctico que lo referencie. Sin embargo, se parte del hecho de que nuestro contexto latinoamericano está fundado sobre unas raíces indígenas y afrodescendientes donde el mito, la leyenda, la narración, el canto y la danza forman parte de la construcción cultural, es decir, en tanto dichas raíces no emergieron desde un carácter de cultura escrita, “sino como una experiencia fundante más vital, que ocurre en la oralidad, como un ethos”[1].
El antropólogo Jêrman Argueta reconoce a la oralidad como “un hecho comunicacional que refleja la conciencia e identidad cultural de los pueblos. Afirma que la palabra en la oralidad tiene lo mejor del ser humano porque permite la cohesión de los grupos sociales y comunitarios […]”[2], es decir, puesto que es un aspecto que permite la comprensión desde el tiempo vivido, el tiempo presente y el tiempo por vivir.
Desde esta óptica, se podría afirmar que la oralidad transversaliza todo el proceso de identidad cultural, en tanto es el elemento sustancial de la comunicación, el reconocimiento y la interacción con el medio en que se habita. La oralidad, y en su defecto la narración oral “da rienda suelta a ese pasado que está llamando continuamente a su presente, recordándole que no está muerto”[3].
Comprender esta lógica de la oralidad es comprendernos. Es tener presente el pasado. Es acercar la historia, nuestra historia, a través de una dinámica donde el recuerdo es perpetuo porque se acude a él a través del mito, del canto, de la danza, del encuentro con la narración de personajes y hechos que han marcado el trasegar de una comunidad. Y es en la narración, donde entra a jugar de manera significativa el encuentro con el libro, puesto que, como bien lo planteó Borges el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. En esta medida, la relación oralidad – libro van casi de la mano en la lucha por el reconocimiento a las raíces ancestrales indígenas y afrodescendientes, que han sido el soporte de nuestra cultura pluriétnica, y que han quedado“subsumidas y asimiladas dentro del dominio de la cultura letrada”[4] a partir de los procesos de colonización. De ahí que el planteamiento de Paul Ricoeur cuando dice que “en el mismo acto que me comprendo a mí mismo a través de la narración, me construyo”[5], se traduce en un llamado a la reflexión para que esas lógicas de irrupción que han conllevado a la pérdida de muchas de las prácticas identitarias de comunidades indígenas y afros, específicamente las que tienen que ver con prácticas narrativas, se retomen dentro de unas dinámicas proyectivas y concretas por parte de quienes creen en esa lucha por el rescate de las tradiciones ancestrales.
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