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Para acercarse a la experiencia jurídica, en sus múltiples aspectos, especialmente con la intención de profundizar en su lógica, fines y efectividad, al investigador le corresponde tener en consideración experiencias previas al derecho, además de considerar los elementos que componen su estructura dinámica. Tanto más que al Derecho no se puede tomar como un instrumento simple, monocorde y desafinado, incapaz de producir más que secuencias monótonas, arrítmicas y descompasadas en la sociedad, sino como un instrumento dinámico, ágil y flexible, compatible con la misma estructura, ritmo y compás de la vida individual con sus potencias de sentimiento y pasión, razonamiento y operatividad.
Por su naturaleza, el Derecho se constituye y funciona como un subsistema que coordina la vida del cuerpo social. Se trata de un aspecto arraigado de la vida humana, que realiza y ordena sus funciones en escala colectiva. Sin embargo, antes de realizarlas y ordenarlas en éste plano, califica los atributos de la personalidad, principal núcleo del ser, además de posibilitar la definición de la persona como primer escalón de la estructura social. Se constituye, por otro lado, como fenómeno que potencia y dirige las principales fuerzas constitutivas y de cohesión interna de la sociedad1. Como instrumento de garantía de convivencia social, y a partir de la esfera individual, identifica y califica las personas singulares que, en múltiplas órbitas de interacciones, constituyen redes de relaciones que se establecen en la vida social, y en cada órbita reciben nuevas identidades y nuevas posibilidades de acción2. En la realidad, se constituye de una estructura con un entramado de acciones y reacciones, es decir, interacciones, reales y potenciales, que cohesiona los eslabones de la cadena de relaciones sociales.
En vista de esto y en la perspectiva de una auténtica ciencia jurídica, para establecer un adecuado discernimiento y aceptable utilización del Derecho como instrumento de ordenación social, se hace necesario e imprescindible penetrar en la propia naturaleza de la persona individual, principal eslabón del sistema social, para rescatar su esencia y reflejarla en la órbita del derecho. Siendo así, es indispensable dirigirse a la personalidad, y más aún, a la estructura de la conciencia, para entender su naturaleza y su modo de funcionar en la persona individual, luego en las relaciones de grupo, para después reconocerlas en la sociedad, y por ende, en el ámbito del Derecho.
La personalidad es la proyección social y jurídica de la persona. Tratándose de la persona individual, el cerebro en su funcionamiento es lo que le aporta la base material3. Por lo tanto, para encontrar la estructura de la personalidad, se debe buscar en su propio escenario, en su centro de mando y acción. Es decir, su esencia se debe buscar en los procesos mentales, donde se procesan y se realizan desde las más elementales hasta las más complejas manifestaciones del Ser. Según Hessen, las fuerzas fundamentales, que componen la estructura psíquica del hombre, son el pensamiento, el sentimiento y la voluntad. Pero no significan tres facultades independientes, sino tres diversas tendencias o direcciones de la vida psíquica humana4. A su vez, Barker, discurriendo sobre la ciencia política de los griegos, afirma que las ciencias relativas a la operación de la mente funcionan bajo doble aspecto. En primer lugar, la lógica, la ética y la política, en sus respectivos ámbitos, procuran determinar las leyes por medio de las cuales actúa la mente; por otra parte, también tratan de enunciar leyes, en el sentido de ordenaciones, que constituyen las reglas en el ámbito de las ciencias de la acción humana5.