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El bien común y los derechos fundamentales
El bien común como realización de la justicia supone como punto de partida la protección de los derechos fundamentales: dar a cada uno lo que corresponde implica el deber del Estado de garantizar la
vigencia efectiva de estos derechos que pertenecen
a los seres humanos por el hecho de serlo. En este
sentido, es imperativo que cada Estado, con miras al
bien común, reconozca, promueva, respete y haga
cumplir cada uno de ellos.
La actividad del Estado está delimitada por su fin:
el bien común. Esta finalidad es una medida del poder que debe ejercer para lograr su objetivo: si se
aparta de él, se desnaturaliza y pierde el fundamento que lo sostiene. Esto sucede cuando el Estado
amplía su poder y lo lleva a un extremo, porque se
vuelve un fin en sí mismo y se lo pone por encima
de todo: la realidad máxima es un Estado omnipotente, que todo lo puede y que no reconoce límites.
Ello se ve ilustrado en el lema fascista “todo en el
Estado, todo para el Estado, nada fuera del Estado”,
fórmula que describe los totalitarismos. Al desviarse
de la finalidad que le dio origen, los individuos no son
considerados fines en sí mismos –sino instrumentos
al servicio del Estado– y las personas no son reconocidas como sujetos dotados de una dignidad a la
que son inherentes derechos inalienables. En estos
regímenes los derechos fundamentales son negados, y en consecuencia no es posible la realización
de justicia.
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