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Debido a sus fuertes conexiones con las culturas griega y romana, la alquimia fue aceptada, sin muchos problemas por la filosofía cristiana y los alquimistas medievales europeos absorbieron extensivamente el conocimiento alquímico islámico.
Gerberto de Aurillac quien más tarde se convertiría en el Papa Silvestre II, fue uno de los primeros en llevar la ciencia islámica a Europa desde España.
Luego Abelardo de Bath, quien vivió en el siglo XII, trajeron enseñanzas adicionales, pero hasta el siglo XIII los movimientos fueron principalmente asimilativos.
San Anselmo (1033–1109) fue un benedictino que creía que la fe debe preceder a la razón, como Agustín y la mayoría de los teólogos anteriores a él había creído, aunque él añadió la opinión de que la fe y la razón eran compatibles y fomentó este último en un contexto cristiano.
Esta es una innovación que hasta el día de hoy es discutida por ciertos racionalistas.
Sus puntos de vista sentaron las bases para la explosión filosófica que habría de ocurrir.
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Pedro Abelardo continuó el trabajo de Anselmo, preparando los cimientos para la aceptación del pensamiento aristotélico antes de que las primeras obras de Aristóteles alcanzasen Occidente.
Su principal influencia en la alquimia fue su creencia en que los universales platónicos no tenían una existencia separada fuera de la consciencia del hombre.
Abelardo también sistematizó el análisis de las contradicciones filosóficas.
Robert Grosseteste (1170–1253) fue un pionero de la teoría científica que posteriormente sería usada y refinada por los alquimistas.
La química mágica, como sucedió con el resto de la ciencia árabe, se comunicó a Europa a través de España, gracias al impresionante florecimiento que las ciencias y las artes experimentaron en al-Andalus a lo largo del medievo. Los primeros trabajos existentes de la química mágica europea son los del monje inglés Roger Bacon y el filósofo germánico Alberto Magno; ambos creían en la ocasión de transmutar metales inferiores en oro. La idea estimuló la imaginación, y después la avaricia, de numerosas personas a lo largo del medievo. Seguían pensando que el oro era el metal perfecto y que los metales más comunes eran más imperfectos que el oro. Por tanto, cavilaron en crear o conocer una sustancia, la famosa piedra filosofal, mucho más perfecta que el oro, que podría ser empleada para llevar a los metales más comunes a la perfección del oro. Roger Bacon creía que el oro disuelto en agua regia era el elixir de la vida. Alberto Magno dominaba la práctica química de su etapa. El filósofo escolástico italiano santo Tomás de Aquino, el polígrafo mallorquín Ramon Llull y el monje benedictino Basil Valentine igualmente coadyuvaron mucho, por la vía de la química mágica, al progreso de la química, con sus hallazgos de los usos del antimonio, la fabricación de amalgamas y el aislamiento del espíritu del vino, o alcohol etílico. Las recopilaciones significativss de fórmulas y técnicas de este periodo incluyen Pirotecnia (1540), del metalúrgico italiano Vannoccio Biringuccio; Acerca de los metales (1556), del mineralogista germánico Georgius Agricola, y Alquimia (1597), de Andreas Libavius, un naturalista y químico germánico. El más insigne de todos los alquimistas fue el suizo Paracelso, que vivió en el siglo XVI. Mantenía que los elementos de los cuerpos compuestos eran sal, azufre y mercurio, que representaban respectivamente a la tierra, el aire y el agua; al fuego lo sopesaba como imponderable o no material. Pero, creía en la existencia de un elemento por conocer, común a todos, del cual los cuatro elementos de los antiguos eran simplemente formas derivadas. A este elemento destacado de la producción Paracelso lo llamó alcaesto, y propugnaba que si fuera encontrado podría ser la piedra filosofal, la medicina universal y el disolvente irresistible. Posteriormente a Paracelso, los alquimistas de Europa se dividieron en dos conjuntos. El primero se encontraba compuesto por aquellos que se dedicaron penetrantemente al hallazgo científico nuevamentes compuestos y reacciones; estos científicos eran los predecesores legítimos de la química moderna, tal como lo anuncia el trabajo del químico francés Antoine Lavoisier. El segundo conjunto aceptó la parte visionaria y metafísica de la antigua química mágica y desarrolló una práctica, inspirada en la impostura, la magia negra y el fraude, de la que dimana la actual noción de química mágica