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El oro tiene una propiedad extraña. Es el único bien – aparte de la plata – que casi incuestionablemente es aceptado como un medio de pago. No se duda sobre si se trata de verdadera riqueza cuando el oro es ofrecido como pago; no se requiere que un tercero se porte garante para asegurar el valor de este bien entregado como contraprestación a una obligación. “Siempre me fue extraño el estatus de estos metales preciosos en nuestra sociedad”, comentaba Alan Greenspan – ex banquero central estadounidense – al compararlos con otros recursos similares a los que socialmente no se les da el mismo atributo económico. El fin del uso extendido del oro como medio de pago llegó alrededor del siglo XVII. Los volúmenes de bienes comerciados eran tan elevados, que el monto de metal precioso –oro especialmente– que había que transportar para transacciones usuales eran incómodas. Entonces se lo dejaba guardado en almacenes, cuyos propietarios emitían un certificado del oro que se entregaría cuando los comerciantes presenten este documento. En poco tiempo los comerciantes revendían y comerciaban con estos certificados. Quienes almacenaban el oro pronto se dieron cuenta que podían emitir más certificados de lo que tenían en metal, siempre y cuando el plazo de estos no sea más largo que el plazo de depósito del oro. Por supuesto, mejor reputación tenían quienes emitían menor cantidad de certificados en relación al oro que guardaban. Así nació la banca.