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El 1 de mayo se celebró en varios países del mundo “El día del trabajo” y las llamadas “conquistas sociales” de las que gozan los trabajadores gracias a la intervención del Estado en el mercado laboral. Implicado en esto esta la popular idea de que cuando no interviene el Estado todo empresario procede a explotar vilmente a sus trabajadores, y que hacerlo le resulta rentable a largo plazo.
La narrativa predominante nos habla de la explotación de trabajadores que se dio durante la Revolución Industrial, que se inició en Inglaterra a fines del siglo dieciocho y principios del siglo diecinueve. Tanto economistas como filósofos, clérigos, conservadores y revolucionarios coincidían en su odio hacia las fábricas y en la creencia de que los cambios económicos habían degradado el trabajo.1
Sin embargo, los datos cuentan una historia de un progreso sin precedentes. El historiador inglés T.S. Ashton documentó el impresionante aumento de la calidad de vida del inglés promedio durante el periodo más intenso de la industrialización en ese país (1790-1830). La población aumentó considerablemente debido a la reducción de la tasa de mortalidad. Y este aumento de la población no ocasionó una depresión de los salarios como lo predecía la teoría de Malthus sino que todos los datos reunidos por Ashton de la época indican que la renta per cápita crecía a una tasa que superaba el crecimiento de la población.2 Además las innovaciones tecnológicas con miras a la producción para consumo masivo, algo inexistente antes de la Revolución Industrial, hicieron posible la caída de los precios de productos que antes eran considerados de lujo y reservados para una élite de la población.
La narrativa popular idealiza las condiciones en las que trabajaban las personas antes de la Revolución Industrial. Es cierto que para nuestros estándares modernos (derivados de un nivel de riqueza mucho mayor) las condiciones de las fábricas inglesas del periodo 1790-1850 son deplorables. Pero mucho más lo serían las condiciones de dependencia a las que estaban sometidos los trabajadores en el sistema anterior, en el cual dependían del muy exclusivo acceso a un gremio autorizado por un monarca.
El simple hecho de que se dio una masiva migración voluntaria de trabajadores del campo a la ciudad revela que los trabajadores preferían trabajar en una fábrica que en el campo, tan idealizado por los intelectuales críticos de la industrialización.
También se suele decir que aunque si hubo mucho crecimiento económico, este estuvo concentrado en unos pocos. El historiador australiano R.M. Hartwell explica que “Una expansión económica de tan amplio alcance y de tan larga duración como la revolución industrial fue posible sólo por la gran ampliación del mercado, con la creación o el descubrimiento de mercados cada vez más amplios y accesibles, con consumidores deseosos y capaces de adquirir una producción cada vez mayor de bienes y servicios”.3 Es decir, los incentivos de los empresarios estaban alineados con aquel de los consumidores, que también eran los trabajadore
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