características de Rocinante retrato
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Don Quijote – ¿Un exaltado? ¿Un visionario? ¿Un loco? Puede ser. Pero, sobre todo, el símbolo del soñador sediento de nobles ideales, de justicia y de aventuras, qué se halla escondido dentro de cada uno de nosotros. Como un verdadero caballero errante, el personaje de Cervantes olvida en seguida la mala suerte y los. . . palos recibidos, y prosigue su camino guiado por su optimismo y espléndida fantasía. Y cuando finalmente le «obligan» a recuperar el juicio, el caballero muere de melancolía: tampoco él, como sus sueños, resiste el contacto con leí realidad.
Sancho Panza – El pequeño, rechoncho, bonachón y sensato escudero de Don Quijote es, por lo menos en las primeras páginas de la novela, la antítesis viviente de su señor. Con los pies sólidamente plantados en la tierra, dotado de un saludable buen sentido y de la característica astucia de los hombres del pueblo, Sancho no busca complicaciones, a diferencia de Don Quijote,, y pone el mayor empeño en evitarlas. Pero finalmente, también Sancho Panza, contagiado por su señor, empieza a sentir el ansia de aventuras y, tras la muerte del héroe, se siente dramáticamente solo.
Dulcinea del Toboso – Vive sólo en la fantasía de Don Quijote, como símbolo de belleza y dignidad. Pero, como todos los símbolos, también Dulcinea desaparece al ser trasladada a la realidad. En verdad, no se trata de una mujer real: Sancho Panza sólo verá en ella uno humilde, tosca e ignorante campesina. Sin embargo, el caballero acomete, en su nombre, infinidad de. empresas absurdas, pero marcadas siempre por el heroísmo, la virtud y la lealtad.
El barbero, el cura. Sansón Carrasco – Son los tres amigos más sinceros del caballero de la Mancha, y se esfuerzan denodadamente por devolverle el juicio. Por último lo consiguen, pero Don Quijote muere a consecuencia de ello. Sólo entonces comprenden la gran verdad interior de su amigo, el Don Quijote de la Mancha.
NACE UN CABALLERO
En un desolado pueblecillo de la Mancha, vivía, hace más de 400 años, un hombre llamado Quijano. Frisaba en la cincuentena y era alto, flaco, de faz amarillenta y rugosa, erizadas cejas, largos bigotes y barba de chivo. No era atractivo ni tampoco rico. Gastaba sus escasos haberes en libros de aventuras caballerescas que devoraba con avidez. Tenía una nutrida biblioteca y se pasaba en ella, rodeado de polvorientos volúmenes, tardes enteras, acompañando idealmente a los héroes en sus gestas.
Y tanto le entusiasmaban aquellas historias que, un buen día, tomó una decisión heroica: la de convertirse en caballero errante y lanzarse por el mundo a la ventura, enderezando entuertos, protegiendo a las viudas y oprimidos, y conquistando imperecedera gloria con maravillosas empresas. En vano intentaron disuadirlo su sobrina, el ama de llaves y el cura. El hidalgo Quijano estaba decidido: se haría caballero.
Una mañana se levantó temprano y se puso a rebuscar entre los trastos del desván. Con gran alegría encontró una oxidada armadura, que debía de tener varios siglos de vida, y una espada con el filo mellado. Pero aquellos objetos parecieron al buen Quijano el equipo ideal para un paladín.
El hidalgo se veía ya como el más terrible y elegante caballero que jamás hubiera recorrido los caminos. En vista de ello, frotó la coraza, el escudo y el espadón con aceite de oliva, piedra pómez y trapos, hasta dejarlos tan relucientes como si estuvieran recién comprados. Luego colocó, lo mejor que pudo, una visera de cartón sobre el yelmo, que carecía de ella, y se introdujo en la armadura: se había convertido en un perfecto caballero.
Como necesitaba un corcel se precipitó hacia el establo, donde lo aguardaba, todo piel y costillar, un pobre animal, al que los amigos de nuestro héroe sólo llamaban «caballo» en sus momentos de mayor entusiasmo. Pero la excitada fantasía de Quijano lo vio como un fogoso potro, nacido para conducir héroes a la batalla.