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En el siglo III antes de Cristo, en la ciudad heleno-egipcia de Alejandría, un bibliotecario llamado Aristófanes estaba harto.
Era el encargado de personal en la famosa biblioteca que albergaba cientos de miles de manuscritos.
Pero era frustrante cuánto tiempo tomaba leerlos.
Y es que los griegos practicaban la scriptio continua; esto es, escribían sus textos de tal forma que nohabíaespacionipuntuación entre las palabras, y no hacían distinción alguna entre mayúsculas y minúsculas.
Era responsabilidad del lector escoger el camino entre la masa de letras, distinguir en ella cada palabra y cada frase, y adivinar dónde terminaba una y empezaba la siguiente.
Y aun así, la falta de puntuación o espacio entre letras no se consideraba un problema.
n las primeras democracias, como Grecia o Roma, donde los representantes electos debatían para promover sus puntos de vista, un discurso elocuente y persuasivo era más importante que cualquier texto escrito.
Así que sabían que antes de poder recitar el contenido del pergamino en público tendrían que estudiarlo minuciosamente.
Comprender un texto en una primera lectura era algo inaudito.
Por ello, cuando en el siglo II d. C. al escritor Aulo Gelio le pidieron que leyera en voz alta un documento que le era desconocido, protestó.
Argumentó que destrozaría su contenido y que no enfatizaría las palabras de forma correcta.
Y ante su negativa, cuando un espectador se dispuso a leer el texto, fue eso, precisamente, lo que terminó haciendo.
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