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El concepto de “la sociedad de los dos tercios” nació en Europa, a principios de los años ochenta. Según él, en las naciones desarrolladas del viejo mundo, dos tercios de la población vivían muy bien y el tercio restante “se las arreglaba” en una situación de precariedad laboral y de ingresos. El equivalente mexicano es la “sociedad de un tercio”. Aquí un tercio de la población vive bien, o cuando menos “se las arregla”, y dos tercios viven en la pobreza, que puede ser relativa, absoluta o desastrosa, pero siempre es pobreza. El papel que se adjudicó, al menos en teoría, la izquierda europea fue reincorporar el tercio excluido a los bienes materiales y culturales de la modernidad desarrollada. El papel que han realizado, en la práctica, los dos últimos gobiernos federales mexicanos ha sido reforzar el bienestar del tercio que vive mejor y paliar la situación del último tercio, para que la pobreza extrema no se reproduzca en condiciones infrahumanas. Se puede discutir acerca de si la socialdemocracia en Europa ha avanzado en su tarea. Lo que es indiscutible es que, en nuestro país, el tercio de en medio, el de la pobreza digna rayana en la supervivencia, lleva más de una década fuera del esquema. La paradoja política es que ese tercio intermedio era precisamente el principal destinatario de las acciones sociales del viejo régimen. Los beneficiarios mayoritarios del IMSS, del Infonavit, de los subsidios al consumo (de Liconsa a la electricidad) y de todo un sistema de redes de protección que se ha visto debilitado en años recientes. En la primera mitad de los noventa se vio, desde las oficinas públicas, que una serie de transferencias gubernamentales no se dirigía a los más pobres, sino a grupos protegidos por su capacidad organizativa dentro de las corporaciones del partido y del Estado