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En nombre de la libertad se han cometido los mayores desmanes contra la libertad. Porque los diccionarios, como las sagradas escrituras, están para ser interpretados a nuestra conveniencia, dando a las palabras una segunda oportunidad, una vida paralela, un disfraz de carnaval con el que representar lo que no son. De la misma manera que, en aras de la transparencia, el Partido Popular oculta y miente sobre la pertenencia de Bárcenas a sus filas, lo que no impide referirse a sí mismo como el Partido de la Transparencia. Al igual que uno de los argumentos estrella de los defensores de las corridas de toros (y no me refiero a las vacas en celo) es que sin la fiesta en la que se tortura, desangra, se marea y mata a un animal sólo por placer, se extinguiría la especie del toro bravo. ¡Y el hombre no tiene derecho a impedir la libertad del toro a existir, aunque su destino sea morir salvajemente entre los olés atronadores del entendido tendido de sol!
Entre otros, han cantado a la libertad ilustres trabajadores del pensamiento, como un tal José María Aznar, cuya obra cumbre sobre la conveniencia o no de conducir sobrios al volante ha pasado a los manuales de la Filosofía para Necios: “¿Quién te ha dicho a ti las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber? Déjame que las beba tranquilo”, decía el hombrecillo insufrible, adalid de la libertad, tanto de la libertad de los españoles como de la de los irakíes. Pero quizá la más celebrada y multiplicada en los graffiti es la sentencia de Jim Morrison, el ya fallecido cantante de The Doors, que pasa por ser una de las más raras y breves paradojas: “Prohibido prohibir”; y añadía a continuación: “La libertad comienza por una prohibición”.
Necesitaba este preámbulo sobre la materia viscosa y resbaladiza con que está hecho el concepto de libertad para meditar con vosotros sobre la reciente sentencia del Tribunal Supremo en la que se “prohíbe prohibir”, en la que se desautoriza la orden mediante la cual el ayuntamiento de Lleida prohibía la utilización del burka en dependencias oficiales. Porque si difícil de mantener era la excusa del alcalde para la prohibición de utilizar esa prenda de tortura, más difícil resulta la digestión de la sentencia del Supremo que prohíbe prohibir, como si en la simpleza de un pensamiento de graffiti se agotara la capacidad de progreso intelectual.
El ayuntamiento aducía razones de seguridad, porque la ocultación del rostro impediría identificar a las personas, como un nuevo Marqués de Esquilache, aquel al que se le amotinó el pueblo madrileño por intentar prohibir el uso de los sombreros de ala ancha y las grandes capas, prendas ambas que podían servir de escondite de armas e impedir la identificación de maleantes. En Lleida, sin embargo, se maliciaban que tras la prohibición existía un inconfesado ataque a la libertad religiosa de las musulmanas, propuesto por regidores cristianos a los que les disgusta tener que compartir la calle con los signos externos de otras religiones.
mayor que los animales domésticos.
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