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Muchas veces nos preguntamos por qué los padres de antes eran más respetados y obedecidos por sus hijos que los padres de ahora. ¿Por qué era suficiente una palabra o incluso una mirada para que los hijos se comportaran correctamente
y obedecieran?
Ha cambiado mucho la relación de los padres con los hijos. Aspectos que antes se consideraban fundamentales como la autoridad, los hábitos, el ejemplo, las costumbres, la disciplina, los modales, los límites, la formalidad, la puntualidad, el respeto y la pulcritud han pasado a un plano de menor importancia. Son ahora más valorados la seguridad, la confianza, la comunicación, determinados valores, la cercanía y el contacto físico.
Antes los padres buscaban hacer de sus hijos “gente de bien”, ahora los padres nos enfocamos en que los hijos “sean felices” y que su vida sea tranquila sin disgustos ni dificultades.
Estamos viviendo una era de sobrestimulación y sobrexposición. Antes un niño de 12 o 14 años seguía siendo muy niño, ahora son adolescentes a los cuales muchas veces les hemos cedido el mando para decidir sus acciones, actúan según su voluntad e incluso se les permite la rebeldía .
La literatura indica que los cambios de la relación padre-hijo considerada “jerárquica” o “piramidal” hacia una relación más “horizontal” y “democrática” se deben a que antes existía una mayor distancia generacional entre padre e hijo, el padre era la figura máxima de respeto en la familia, lo que generaba un alejamiento emocional; ahora se da un mayor acercamiento emocional entre padres e hijos, tal vez es por eso que podría haber confusión de los roles o un borramiento de los papeles entre padre e hijo.
Al contrastar el autoritarismo con la ausencia de autoridad se puede llegar a un punto medio que sería muy sano, es decir, educar a los hijos por medio del dialogo, no por mandato, pero conservando la autoridad que se tiene como adulto, proporcionando claridad sobre lo que está bien y lo que no está bien.
Cuando un hijo sabe que su padre va a actuar consistentemente, sabe a qué atenerse y es en eso donde se basa la seguridad y la constancia. Los padres tienen la facultad de decir firmemente que “no” y que ese “no” sea inapelable. Es precisamente esa firmeza y esa confianza las que ayudan a formar hijos seguros y a reducir la ansiedad.
Antes, los hijos obedecían porque tenían claro lo que se esperaba de ellos, mientras que ahora se les dice “pórtate bien”. Antes se les indicaba enérgicamente que debían cumplir con sus deberes escolares y familiares, así como respetar a sus mayores (padres, maestros y familiares), los hijos se integraban a la familia por medio de los derechos y obligaciones, eso les daba pertenencia y los hacía sentirse parte del grupo familiar. Muchos niños se sienten solos, a la deriva o perdidos, por no tener padres que los guíen, que impongan límites o normas claras a seguir.
Hoy los padres intentan ser “amigos cercanos” de sus hijos, aconsejarlos sentimentalmente, vestirse de forma similar y hasta hablar de forma parecida. Esta cercanía es una herramienta muy importante y muy valiosa, pero debe usarse conservando siempre el marco de autoridad y respeto que representa la figura de los padres. Debe estar siempre claro que los padres son los adultos en la relación, son ellos quienes establecen los límites y las normas y que tienen la facultad de decir que no cuando sea necesario.
La autoridad y la confianza son básicas en la educación de los hijos, les permiten enfrentarse a los retos y dificultades que se les van presentando en su formación. Es muy importante observar a los hijos y acompañarlos dándoles su espacio para permitirles enfrentarse y resolver los problemas que se les presenten, ya que eso fomenta su seguridad, independencia
y autoestima.
Saber lo que se espera de alguien brinda seguridad y es una guía o indicativo para saber qué tan bien se están cumpliendo con las expectativas establecidas previamente.
En la actualidad, los padres hacen todo lo posible para que los hijos “no sufran”, cometen el error de facilitarles todo, sin saber que las dificultades, pequeños fracasos y las frustraciones son muy formativas, siendo precisamente estas las que ayudan al ser humano a crecer y a conocerse, descubriendo los recursos con los que cuenta para sobreponerse a las eventualidades que la vida le presente