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ESTE ES UN CUENTO REALISTA OJALA TE SIRVA :)
Juan y la ciudad
Cuando Juan terminó la primaria estaba deseoso de ir a la ciudad. “El trabajo del campo no es para mi, yo estoy destinado a algo mucho mejor” decía. Así que un buen día hizo su maleta y partío rumbo a la gran urbe, no sin antes pedirle a su madre que le diera su bendición y le prometió regresar pronto con el dinero suficiente para que ni ella ni su padre tuvieran que seguir trabajando la tierra.
-El trabajar la tierra es el mejor trabajo del mundo, aunque es mal pagado, el obtener de la naturaleza los alimentos es algo muy noble, no sé por qué te avergüenzas de eso. – decía su padre al tiempo que también le daba la bendición y algunos centavos y su madre algo de comer para el camino.
Juan tomó el camión que lo llevaría a la gran ciudad, la cual estaba a un par de horas de su pueblo.
Al llegar a la ciudad bajó del camión y se encaminó a la salida, vio con asombro lo grande de los edificios y las grandes multitudes de carros y personas que estaban a la vista, “En mi pueblo hay muchísimas menos personas de las que hay en esta terminal” pensó para si. En ese momento una persona se acerco a él para pediré un favor.
-Disculpe joven, soy nuevo aquí, voy llegando de mi pueblo ¿Podría decirme cómo llego al centro de la ciudad? – Le pregunto el señor a Juan, quien encogiendo los hombros le contestó.
-Lo siento, igual voy llegando y no sabría decirle.
Mientras esto sucedía un muchacho se acercaba por atrás y tomaba las cosas de Juan, quien las había puesto en el piso. Al ver que el muchacho ya se encontraba perdido de vista el señor agradeció a Juan y se retiró velozmente.
Al darse cuenta Juan de que sus cosas habían desaparecido decidió en ese momento regresar a su pueblo, estaba espantado de la gran ciudad y sólo deseaba regresar a la protección de su casa y a la tranquilidad de trabajar en el campo.
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la belleza se esconde en las almas extraordinarias por temor a ser corrompida; por eso, si deseas verla, debes cerrar los ojos, pensó Manuel mientras una paz intensa lo embargaba. Antes de saberlo, el fotógrafo recorrió todo el mundo intentando encontrarla, asirla, apoderarse de ella.
Inquieto por encontrarse en un mundo lleno de tristeza y opresión, Manuel abandonó su hogar armado solamente con su cámara de fotos. La belleza tenía que estar en alguna parte, y él quería fotografiarla. En su viaje vio niños muertos de sed, familias quebradas por la guerra, orfanatos y perreras inundados de almas en pena. Pero la belleza no se asomaba por ningún rincón.
Vio estrellas reflejadas en los vidrios de una enorme catedral, bajo la que unos mendigos depositaban sus sueños, casas llenas de guirnaldas y techos de chapa que crujían con el viento. En ese viaje, Manuel fotografió decenas de rostros, la mayoría tristes o derrotados.
Cierta vez fotografió su rodilla sangrante en una revuelta de Ucrania en busca de la paz, por si la belleza se hubiera escondido debajo de la sangre. Ni el dolor, ni la tristeza le mostraron lo que deseaba ver. En ese viaje, Manuel no vio morir a su madre porque se encontraba salvando vidas del otro lado del océano; y ese dolor tampoco le resultó estético.
Durante años la persiguió con afán tras su obturador, en ciudades, pueblos, caminos desolados, bosques… La buscó a tientas, grito por ella, rebuscó en la basura: lo único que encontró fue un silencio obtuso y arrollador y millones de almas perdidas en un mundo devastado por el odio.
Un día se dijo que era en vano. Cerró los ojos y fue encogiendo todo su cuerpo, invadido de frustración y vacío por dentro. Entonces, Bakunin, un gato negro que había recogido de un refugio afgano, se refugió en sus brazos y besó su mejilla con ternura. Su lengüita fría fue tallando la piel tersa de Manuel con una delicadeza y una admiración insobornables. Y, entonces, él lo comprendió todo.
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