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Hace mucho, pero mucho tiempo, un príncipe del norte de China, llamado a ser Emperador, lanzó un concurso entre las jóvenes solteras de la corte.
El motivo de la lid era hallar la candidata perfecta para desposarla, pues permanecía soltero y así no podía ser monarca.
Acudieron decenas de jóvenes ricas y bellas, y una de muy singular belleza también, pero que era muy pobre y solo había ido para ver de cerca al príncipe.
La muchacha se sabía en desventaja, pero como siempre había estado enamorada del príncipe, le bastaba estar cerca de él aunque fuera por unos minutos.
Así, el príncipe entregó una semilla a cada joven y les dijo que la que llegase al cabo de seis meses con la flor más bonita brotada de esa semilla, sería su esposa.
Todas las jóvenes se dieron a ello de inmediato, y la de pocas riquezas, por no decir nulas, le puso permanente empeño.
A pesar que sabía poco de técnicas de cultivo investigó e intentó todo. Mas cada esfuerzo fue en balde, pues a los seis meses nada había brotado de la semilla.
Llegado el día de presentar las flores entonces, decidió acudir con su vaso vacío. Aunque estaba segura de que no ganaría, porque todas las demás candidatas tenían bellísimas flores de variados colores, pensó que volver a ver al príncipe y futuro emperador de cerca bien valía cualquier vergüenza.
Sin embargo, cual no sería su sorpresa al ser ella la escogida. El príncipe dijo que la prueba se basaba en la honestidad y que solo ella la había pasado.
Todas las semillas entregadas por él eran estériles, de forma que el resto de las candidatas eran viles mentirosas y solo ella era la indicada para amar y reinar a su lado. Así, el Emperador y su honesta Emperatriz fueron felices para toda la vida.
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