Respuestas
Ellos vendían caramelos de fruta en los bares. Y, algunas veces estampitas de la Virgen. Pero las estampitas no eran para vender sino para pedir colaboración. Aunque la verdad es que resultaba mejor con los caramelos de fruta. Y mejor si los ofrecía Magui, porque era chiquita y tenía ojos grises. A Tomás la calle le había enseñado que los ojos grises vendían más que los ojos marrones.
Los dos hermanos tenían su clientela fija: viejos hombres de bar que compraban caramelos y los olvidaban en sus bolsillos. Los viejos hombres de bar no podían comer caramelos porque tenían la boca ocupada con cigarrillos negros y palabras para arreglar el mundo. Tomás solía pensar que, cuando los bares cerraban, los viejos hombres permanecían inmóviles, con el cigarrillo a medio terminar, la palabra a medio pronunciar y la taza de café a la mitad de camino entre la mesa y los labios. A la mañana siguiente el sonido de la persiana metálica los ponía en funcionamiento. Era sábado... Tomás y Magui terminaron de vender sus caramelos mucho antes de lo acostumbrado. ¡Buena suerte que la gente anduviera ese día con ganas de masticar azúcar! Los niños empezaron a caminar hacia la estación de trenes. Cada hora, salía el tren que los dejaba más allá de los suburbios industriales. En un lugar donde las calles no tenían nombre y las casas no tenían vidrios. Tomás iba pateando la cajita de cartón vacía donde habían estado los caramelos. De pronto, Magui se detuvo. -¿Que hay?-preguntó su hermano. Magui señaló en dirección a la plaza que tenía juegos. -Quiero ir al tobogán- dijo. -Mejor nos vamos- contestó Tomás pensando que llegaba a tiempo para jugar un rato a la pelota. Magui sacudió la cabeza para decir que no, que por favor sea bueno y él entendió por qué la gente le compraba caramelos. -Está bien...- aceptó Era sábado, y mediodía de otoño. La plaza estaba casi desierta. Solamente había un niño, con una mujer que lo cuidaba. Magui corrió hasta el tobogán. Tomás en cambio, se sentó en un banco de cemento. Tenía ganas, pero mejor no. Porque si llegaba a verlo otro chico de la calle le iba a gritar de todo; y encima iba a andar diciendo que Tomás era una nena. Tomás se acurruco en el banco, del lado del sol. Se sacó la bolsita que su madre le ataba a la cintura para que guardara la ganancia. ¡Qué suerte que ese sábado las personas anduvieran con ganas de masticar azúcar! Magui se deslizaba por el tobogán agarradita de los costados. Y claro, era chiquita. No la iba a comparar con el que se tiraba de un envión, daba una vuelta en el suelo y se pone de pie. Ahí estaba la escalera del tobogán. Ahí estaba el chico con su mamá. Tomás no quería dormirse, pero el sol quería que se durmiera. Lo envolvió en una manta con olor a aire libre, le trajo buenos sueños desde allá arriba. Y, en pocos minutos, le gano la pelea. Durmió, hecho un ovillo. Tomás estuvo soñando cosas lindas. Sueños distintos a la vida. Tan pero tan distintos como unos ojos marrones de unos ojos grises. No durmió mucho tiempo, porque cuando despertó el sol estaba en el mismo lugar, y los pinos de la plaza tenían la misma altura. Lo único diferente era que el niño y su mamá se habían marchado. Tomás se restregó la cara y miro al tobogán: Magui no estaba. Llevaba algunos años vendiendo caramelos por los bares; precisamente la mitad de su vida y había aprendido que en la calle nada desaparece porque sí. -¡Magui!- llamó -¡Magui! Lo primero que hizo fue recorrer la plaza, capas Magui quiso esconderse atrás de un árbol o a lo mejor atrás de los arbustos en forma de paraguas, pero no estaba. Capaz se había escondido atrás del monumento con soldados y caballos, pero no estaba allí. Tomás miró la cara de los soldados para ver cuál de todos se aguantaba la risa para no descubrir el escondite. Dio una vuelta al monumento con el corazón golpeando fuerte, pero magui no estaba. Él miró a todos lados, nunca la ciudad le había parecido tan grande. En su esquina de siempre encontró a un lustrabotas que conocía
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-Don, ¿no la ha visto a Magui? -¿A tu hermanita? - encogió los hombros-. No. Siguió en dirección a los bares donde vendían caramelos, entró en cada uno y repitió la misma pregunta una y otra vez: -¿No la vieron a Magui? Los viejos hombres de bar parecían preocuparse hasta preguntaron cómo había pasado y quisieron saber dónde se había perdido, pero ninguno abandonó su silla. Al principio, Tomás sólo preguntaba...