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La suave cáscara de nuez surcaba el rugoso mar que desembocaba en la costa dulce, cálida y a la vez salada. Así es como recuerdo las más sonadas vacaciones de mi tierna infancia. Mi frío padrastro, recién nombrado rancio capitán, se acababa de comprar un deslumbrante barco. Cuando atracamos en la brillante costa, tenía ardientes deseos de saber que nos esperaba en aquella casa minúscula que se veía en el sedoso horizonte.Éramos cuatro hermanos vibrantes y, en cuestión de aterciopelados segundos, la madera podrida de la bulliciosa casa, susurraba a las silenciosas palmeras. Al sulfuroso mariscal, como llamábamos a nuestro áspero padrastro, nunca le gustó esto. Le recuerdo corriendo detrás de mis rechinantes hermanos, dando órdenes aquí y allá y, sobretodo, le recuerdo convirtiendo la flexible madera en muebles macizos para la vibrante casa.Lo que más me gustaba era la deliciosa independencia que me aportaba aquella calurosa isla. Cuando estaba harta del penetrante olor del pestilente barniz que usaba el seco mariscal, abandonaba la resonante casa durante unos segundos agradables y metía los rugosos pies en la refrescante espuma que formaban las ruidosas olas al romper en la playa pululante. ¿Lo mejor de todo? La ausencia de hediondas preocupaciones en aquella aromática infancia.
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