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Las monarquías Europeas del siglo XVII eran dinásticas; con un sistema económico mercantilista y un régimen político absolutista que centralizaron el poder del estado.
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Si el siglo XVII ha sido calificado de "trágico" es porque su evolución aparece indisociablemente ligada a la actividad guerrera. Es un periodo en el cual la devastación y los desastres no cesan, en el que la ciega violencia de los ejércitos se ensaña con los sectores menos protegidos de la sociedad, haciendo recaer todos los males de la guerra sobre los campesinos, sobre las mujeres y sobre los inermes habitantes de las ciudades. No es de extrañar, por consiguiente, que los europeos del siglo XVII tuvieran una idea particularmente dramática de la época que les tocó vivir. Llamaron mundus furiosus, mundo enloquecido, a ese abigarrado escenario de tumultos y agitaciones, de operaciones e intrigas, en el cual los hombres se devoraban entre sí como lobos hambrientos. Esta edad de desorden, de destrucción y de derrumbamiento de la jerarquía es conocida como el Siglo de Hierro.
El antifiscalismo se convertirá también en una enfermedad epidémica de la centuria. Las revueltas antifiscales abundarán por toda Europa, hasta tal punto que la fractura entre las poblaciones y el soberano parecerá tan profunda como irremediable. No obstante, quienes protestaban y se oponían al sistema impositivo carecían de perspectivas políticas, pues incluso los peores momentos de violencia antifiscal resonará el grito de "viva el rey". En la época barroca, el apego al soberano, al mito monárquico, está muy difundido y arraigado entre las capas populares, que no ambicionan en realidad un cambio en el sistema sociopolítico sino un remedio para sus carencias.
La monarquía absoluta conseguirá afirmarse aunque en un proceso no exento de sobresaltos, en Francia, el absolutismo se enfrentó con éxito no sólo al descontento creciente de las poblaciones rurales, sino también a la oposición de las grandes familias nobles del reino y de las corporaciones burocráticas ("la nobleza de toga"), recelosas ante el firme avance de la centralización absolutista que suponía la implantación de los intendentes. Parecidos motivos de descontento entre los estamentos privilegiados provocaron la crisis de la monarquía española, que estalló en 1640 en la regiones periféricas con la separación de Portugal, la sublevación de Cataluña y los intentos secesionistas de Andalucía y Aragón (en 1648).
Algunos Estados europeos se desligaron intencionadamente de esta evolución hacia el absolutismo. En el caso de Inglaterra, tal distanciamiento fue resultado de una profunda crisis constitucional provocada por la inequívoca política de los dos primeros Estuardos, tendente a alterar la situación de equilibro entre el parlamento y el rey en perjuicio del gremio estamental parlamentario. Del conflicto constitucional se pasó a la guerra civil (1640) que concluyó con la victoria del parlamento, la decapitación de Carlos I (1649) y el tránsito a una república (1749 - 1660) precidida por Oliver Cromwell.