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Alberto Rivas Bonilla, nació en Santa Tecla en 1891 y murió en San Salvador en 1988. Médico de profesión fue también secretario de la Academia Salvadoreña de la Lengua, Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de El Salvador.
Aunque publicó varios libros tales como: "Versos" (1926), "Libro de los Sonetos" (1947), "Una chica moderna" (1945), fue el libro "Andanzas y malandanzas" que fue publicado en 1936 el que más prestigio le ha dado.
"Andanzas y malandanzas" ha tenido varias reediciones y es considerada como una novela "clásica" en la historia literaria salvadoreña. Un libro con una virtud central: entretiene. Rivas Bonilla sabe contar, hilvanar anécdotas, mantener atento al lector, interesarlo en una historia sencilla. Se trata de las aventuras (mas precisamente las desventuras) de un pobre perro de finca, arrimado a un más pobre amo, el misérrimo campesino de nombre Toribio.
En la historia de la literatura salvadoreña hasta mediados de este siglo, con excepción de Ambrogi y Salarrué, los narradores han sido poco prolíficos, autores de pocos libros, que no alcanzan a desarrollar sus universos narrativos.
Rivas Bonilla pertenece a esta estirpe, consumida más por los cargos que por la producción de una vasta obra, quizás victima de la indolencia propia de un medio donde el oficio literario carece de estímulo.
No obstante, Andanzas y malandanzas seducen, se lee con fruición, atrapa al lector. Y esto no es poca cosa, sino lo cardinal para que la literatura cumpla una de sus más saludables funciones: satisfacer el placer de la lectura.
Tomado del prologo de: Horacio Castellanos Moya.
En el primer capitulo de este libro leemos lo siguiente:
Capitulo I
Donde el autor hace la debida presentación del héroe de esta verídica historia y levanta un curioso inventario.
Nadie supo jamás en el rancho de dónde había salido aquel calamitoso representante de la raza canina. Verdad es que nadie se tomó el trabajo de averiguarlo.
Cierto día, al caer la tarde, cuando volvía el indio del pueblo, el pobre "chucho" se le pegó y lo vino siguiendo quién sabe desde dónde por el camino vecinal y, casi pisándole los talones, hizo su entrada en el patio de tierra blanca que se cobijaba todo entero bajo la ramazón del amate indispensable.
Los cipotes recibieron al intruso de mala manera, arrojándole palos y piedras y enrostrándole calificativos tan denigrantes como gratuitos. Toribio, que oyó la bulla, con un golpe seco clavó por el pico en un horcón la cuma relumbrosa y se volvió para averiguar la causa, pudiendo ver todavía a su voluntario acompañante, que había adoptado un trotecito lento y saltón y, con la cola entre las patas, se alejaba borroso entre las sombras de la noche cerrada. Había cantos de grillos y olor a flores de chupamiel.
Cuando amaneció, el animalejo estaba hecho una rosca bajo el amate. Los chicos lo volvieron a espantar, pero no se fue. No hizo más que rondar por las cercanías del rancho para volver cuando consideró pasado el peligro. Y así muchos días seguidos, hasta que al fin la gente se acostumbró a su lastimosa presencia y no lo volvió a molestar.
Era una triste ruina perruna que dejaba de tener pelos por tener pulgas. Matusalén canino que según todas las apariencias, en un tiempo indefinidamente remoto fue negro parchado de blanco, con dos lunares amarillos arriba de los ojos, y que ahora no se dejaba ver la piel a fuerza de pura sarna.
A la fecha, se le puede considerar como miembro de la familia. El más humilde, el más resignado, el menos exigente de todos. Hasta nombre tiene: los muchachos le han adjudicado el pomposo de Nerón, ante cuya afrenta, fiel a sus principios y consecuente con su modo de ser, no ha pronunciado una palabra de protesta ni ha tenido la más pequeña manifestación de desagrado.
Vive del aire, como los camaleones, ya que no se pueden tomar en cuenta los siete pedazos de tortilla cubiertos de mota verde y más duros que siete cuernos con que se le han obsequiado en los largos seis años que lleva de vivir en el rancho; ni aquel mondo fémur de taltuza que en fecha memorable le produjo una indigestión.
No recuerda haber comido otra cosa en todo ese largo período.
O mejor dicho, no quisiera tener otra cosa que recordar. Por ejemplo, aquel caite de cuero crudo, propiedad exclusiva de Toribio, que, por un abuso de confianza, se metió entre pecho y espalda hará cosa de un año.
Ni aquella olorosa bola de jabón de cuche que, hacia la misma época, siguió igual camino, gracias a un descuido de la Remigia, que la dejó olvidada en una horqueta del molendero.
Ni, en fin, aquella deliciosa candela mechona, de mucho tiempo atrás, cuyo pabilo, crispado y negro de polvo, permanece todavía colgado de un clavo, como viviente y mudo acusador.
Tres atracones fabulosos que le valieron tres palizas inolvidables.
También tiene en su activo (hay que decirlo todo) una lagartija muerta y las tripas de un talapo que pereció víctima de una certera pedrada de Toribio en día remotísimo.