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A pesar de la leyenda negra que rodea su persona, Santa Anna accedió a su último mandato por expresa invitación de sus paisanos y no mediante un golpe de Estado. Tampoco se hizo del poder omnímodo por medio de intrigas y amenazas, esa facultad le fue otorgada de forma deliberada por quienes lo convocaron a ocupar la presidencia. Para entender esta situación, es necesario analizar los antecedentes inmediatos y el contexto en el que se produjo.
El 2 de febrero de 1848 se firmó en la villa de Guadalupe Hidalgo el Tratado de Paz Amistad y Límites entre los Estados Unidos y la República Mexicana. Se trató de un fuerte golpe para los mexicanos de entonces pues, tras una desastrosa guerra, se perdieron de forma súbita dos grandes bienes; de forma material le fueron arrebatados 2 400 000 kilómetros cuadrados de territorio, pero el daño más lamentable fue intangible: se destruyó la enorme confianza con que México había nacido a la vida independiente en 1821, creyendo que estaba destinado a ocupar un destacado lugar en el concierto de las naciones.
Al buscar la explicación de la derrota militar, se concluyó que había faltado unidad nacional frente al conflicto y que, como lo denunció Mariano Otero: “en México no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación”.[1] Resultó claro que era necesario trabajar para construir esa nación y esa identidad y en torno a éstas, crear las instituciones que proporcionaran a sus habitantes la seguridad y progreso que tanto anhelaban. No obstante, la tarea se antojaba imposible, sobre todo porque la profunda división entre bandos y facciones, hacía fracasar cualquier tentativa de construir un orden basado en un documento constitucional que satisficiera a todos.
A lo largo de la vida independiente de México, los intentos de transformar las estructuras políticas y sociales sobre las que se apoyaba el Estado, provocaron invariablemente una violenta reacción que, por medio de asonadas, motines y revoluciones, obligaba a dar marcha atrás a los promotores de estos cambios. Detrás de todos estos alzamientos se encontraban los conservadores quienes eran enemigos de toda reforma que alterara el esquema político sustentado en los privilegios de la Iglesia y el Ejército, a ellos se sumaban los grandes comerciantes y agiotistas que obtenían grandes ganancias con el contrabando y la especulación con los contratos gubernamentales.