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Lo he dicho en varias columnas con las precisas palabras de Roberto Gargarella: tengo la firme convicción de que una auténtica sociedad democrática demanda el “fortalecimiento de nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Me ocuparé, en esta columna, de la primera de esas demandas.
La autonomía individual puede definirse como la libertad de toda persona de desarrollar su personalidad siempre que no afecte los derechos de otras personas (en palabras de John Rawls, en su célebre Teoría de la Justicia: “Cada persona debe gozar de un ámbito de libertades tan amplio como sea posible, compatible con un ámbito igual de libertades de cada uno de los demás”). Esta autonomía individual supone la existencia de comportamientos sobre los cuales cada persona (y, entiéndase, solo ella) puede decidir. El necesario respeto a tales comportamientos implica que el Estado debe proteger las libertades que permiten a cada persona vivir su vida moral plena y que, por ende, el Estado no puede imponer (ni ninguna otra persona exigirle que imponga) a una persona lo que otra u otras viven como su obligación moral (porque como sostiene el filósofo Ernst Tugendhat, “un concepto de la moralidad que no deje abierta la posibilidad de concepciones variadas de lo moral tiene que parecernos hoy inaceptable”). Suena lógico, pero muchos no lo entienden (o no quieren entenderlo).
Entre esos, unos utilizan como argumentos términos tales como “bien común”, “buenas costumbres” u “orden público” para justificar las violaciones a la autonomía individual: la vaguedad e imprecisión de tales términos lo permite. Ante tal vaguedad e imprecisión corresponde, en una auténtica sociedad democrática, que las libertades de la autonomía individual (y los derechos que las protegen) se entiendan como “cartas de triunfo” (la expresión es de Ronald Dworkin) frente a tales términos.
Otros utilizan el argumento “mayoritario”: suponen que la democracia es una “democracia de mayorías” (sea la mayoría de católicos o de coristas de Patria, Tierra Sagrada). Esta concepción “estadística” de la democracia suele violar la autonomía individual de las minorías marginadas o sobre las que la mayoría tiene prejuicios. Para propiciar el desarrollo sin discriminación de la autonomía individual se necesita de una “democracia constitucional” (de nuevo Dworkin) que, tanto en lo legislativo como en lo judicial, defienda los derechos que protegen (a pesar de las pretensiones de la mayoría) la autonomía individual de todos, incluidas las minorías.
Algunos otros (que se supone que defienden la autonomía individual) tienen una visión sesgada de la misma porque, en su opinión, la autonomía individual solo se viola cuando quien la agrede es el Estado (que para el caso guayaquileño, lo representa tanto el Gobierno Nacional como el Gobierno Seccional –léase, Municipio local–) pero nunca cuando quienes violan la autonomía individual son las empresas privadas que (en connivencia con estados débiles, como el nuestro) suelen someter a los individuos menos favorecidos a condiciones de extrema precariedad. O, en esa misma línea de análisis, algunos que se suponen defensores de la autonomía individual en todos sus extremos se ocupan solo de sus aspectos económicos: hace ocho meses exactos publiqué la columna ‘¿Libertarios?’ , para indagar si este movimiento defiende algo distinto a otros grupos de derecha (como el agónico y patético PSC, pongamos por caso) y la respuesta es no. El nombre “libertarios”, a ese movimiento, le queda ancho.
No pocos prejuicios, cobardías y malentendidos acechan a la autonomía individual. Precisamente de allí la importancia de entender su significado y de propiciar su justa defensa, tal como lo reclama la filosofía liberal ilustrada y corresponde en una auténtica sociedad democrática.