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La ocupación cristiana de Jerusalén el 15 de julio de 1099 supuso la culminación de un amplio operativo militar en el litoral sirio-palestino. Fue el colofón de la primera de las ocho cruzadas importantes que se desarrollaron en Oriente Próximo durante la Edad Media. Para llegar a las puertas de la ciudad santa hizo falta un coraje extremo. Hubo que atravesar batallando kilómetros y kilómetros de territorio hostil, dominado por dos agresivas dinastías musulmanas, la selyúcida y la fatimí.
En paralelo, las huestes europeas tuvieron que aprender a convivir y a luchar juntas. Debían entenderse en conjunto con un aliado que no les inspiraba demasiada confianza, el Imperio romano de Oriente, un apoyo imprescindible para acometer la empresa desde la perspectiva estratégica, de transporte y de suministros. Para complicar las cosas, el papado y la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, dirimían por entonces a quién correspondía el derecho de nombrar obispos, jerarcas espirituales y a la vez temporales, con extensas jurisdicciones (o sea, propiedades) a su cargo.
Una aventura funesta
A las diferencias políticas y las filigranas diplomáticas se sumaba un lastre social que alarmó al papa. Urbano II había convocado la primera cruzada desde un concilio en la localidad francesa de Clermont. Tras esa llamada realizada para recuperar Tierra Santa, los desheredados de Europa se habían lanzado en masa hacia Oriente. La mayoría no tenía qué comer, sin mencionar su ineptitud para la lucha. Un presunto iluminado conocido como Pedro el Ermitaño había encendido con su prédica apocalíptica a estos cruzados espontáneos sin nada que perder. Los había ido congregando por suelo francés y germano hasta formar una horda de unos 20.000 desharrapados que ensombreció con rapiñas y matanzas su camino hacia Palestina.