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El terremoto derribó en San Francisco centenares de miles de dólares en muros y chimeneas. Pero la conflagración que siguió quemó inmuebles por el valor de cientos de millones de dólares. No hay estimaciones certeras respecto a estos centenares de millones. Nunca una moderna ciudad imperial había sido destruida tan completamente. San Francisco ya no existe. No queda nada de ella más allá de recuerdos y las siluetas de algunas casas en las afueras. La zona industrial ha sido barrida. Las fábricas y talleres, los grandes comercios y edificios de prensa, los hoteles y palacios de los pudientes, todo ha desaparecido. Quedan sólo las siluetas de algunas casas en las afueras.
Menos de una hora después de que el terremoto remeciera todo, el humo que desprendía San Francisco en llamas formaba una espeluznante torre visible a cientos de millas. Y durante los siguientes tres días y sus noches esa espeluznante torre se balanceó en el cielo, enrojeciendo el sol, oscureciendo el día e inundando el terreno de humo.
El terremoto llegó el miércoles a la mañana, a las cinco y cuarto. Un minuto después las llamas se elevaban en una docena de barrios distintos al sur de Market Street, en la zona proletaria, y en las fábricas, donde el fuego había empezado. No hubo nada que detuviera las llamas. No hubo organización ni comunicación. Todas las astutas instalaciones de una ciudad del siglo XX han sido destruidas por el terremoto. Las calles se han levantado formando montículos y depresiones, y están cubiertas de escombros de muros derribados. Los rieles de acero se han doblado formando ángulos perpendiculares y horizontales. Los sistemas de teléfono y telegrafía se han visto interrumpidos. Y la red de suministro de agua ha reventado. Todos los inteligentes inventos y salvavidas de los hombres han sido puestos fuera de servicio por treinta segundos de remezón de la corteza terrestre.