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Darwin descubrió que somos producto de la evolución, la cual se ha realizado a través de la selección natural. En La descendencia del hombre, escribió que se proponía dos objetivos diferentes, por una parte mostrar que las especies no han sido creadas aisladamente, lo que constituye un hecho y, por otra parte, que la selección natural ha sido el agente principal del cambio evolutivo.
Los grandes cambios en la evolución son resultado de pequeños cambios que requirieron tanto tiempo para que fueran posibles, que no son observables en la historia conocida, sino a través de la geología y la cosmología, por los resultados evolutivos que nos rodean de organismos vivos y fósiles, por documentos, por artefactos, por estratos y topografía. También podemos observarlos en registros fósiles, que, aunque escasos, ofrecen algunas transiciones preservadas que constituyen pruebas directas del proceso evolutivo.
Según Stephen Jay Gould, pequeñas poblaciones aisladas son la fuente de nuevas especies en procesos que toman miles o decenas de miles de años. Esta cantidad de tiempo, tan grande en relación a nuestras vidas, es un microsegundo geológico. Agrega Gould que en la exploración de los esquemas de la historia de la vida no nos encontramos con una crónica de majestuosos progresos, sino con un mundo puntuado por períodos de extinciones masivas y rápidos orígenes entre largas etapas de relativa tranquilidad. Así resultan las dos puntuaciones más grandes: la “explosión” del Cámbrico que puso en escena la mayor parte de la vida animal compleja hace alrededor de seiscientos millones de años, y la extinción del Pérmico que se llevó por delante a la mitad de las familias de invertebrados marinos hace doscientos veinticinco millones de años.
Para Darwin, la selección natural es la fuerza creativa de la evolución aunque se constituya en el verdugo de los organismos no adaptados. La variación de las especies se produce al azar sin inclinación preferente a la adaptación, limitándose a la eliminación de los individuos que no varían en forma apropiada. Así nuestros antepasados los monos, al fallar saltando de rama en rama, con su muerte perdían la oportunidad de extender su descendencia. Los posibles saltos al vacío de los monos fueron errores fatales que previamente corrigió la voluntad de procrear con su prodigalidad natural, cooperando con la selección natural a favor de nuestra especie.
La evolución en sí no está hecha totalmente al azar, precisamente por la intervención de la muerte que aparta a los menos aptos para que sobrevivan y se reproduzcan los que se pueden adaptar. Es así como nos hemos convertido, a través del inimaginable transcurrir del tiempo y en selecciones de generación tras generación, en los actuales habitantes de la Tierra. La selección es simple, pero en las razones para sobrevivir hay bastante complejidad. La muerte es lo que necesita la naturaleza para seleccionar los fenotipos y de este modo los genes que contienen. De comienzos insignificantes, mediante una serie de cabios graduales, a través de un tiempo infinito para nuestra imaginación, es como hemos llegado a formar parte de la increíble maravilla de nuestra existencia.
Darwin comprendió que en la lucha continua por la existencia de los animales y plantas, las variaciones favorables tenderían a verse preservadas y las desfavorables destruidas, obteniendo como resultado nuevas especies. Así todas las criaturas producían más descendencia de la que concebiblemente podría sobrevivir, entonces la selección natural era la que dirigiría la evolución bajo el simple supuesto de que los supervivientes estarían mejor adaptados a las condiciones de vida dominantes.
Stephen Jay Gould, paleontólogo, estadounidense y biólogo evolutivo, complementa afirmando que jamás debe hablarse de especie superior o inferior, y que la falta de comprender este principio ha llevado a confusiones y malentendidos como considerar que el ser humano es la medida de todas las cosas, lo que constituye el antropocentrismo, teoría que sigue siendo un componente primario de nuestra arrogancia global, de nuestra convicción de dominio sobre el millón largo de especies diversas que habitan nuestro planeta. Concluye que la naturaleza como el hombre, los animales y demás materia viva, son productos del azar, pero la carencia de planificación no los hace menos prodigiosos.