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El movimiento estudiantil de 1968 fue una explosión política que dejó honda huella en el país, aunque se han estudiado poco sus consecuencias. Es evidente que el movimiento cristalizó en cambios institucionales: la reforma política de 1977, la creación de la Comisión de Derechos Humanos de 1990, etcétera. “Interrogando a la institución —dice Alberoni— se encuentra el mensaje elaborado por el movimiento. Por otra parte, el movimiento es siempre portador de proyecto, es decir, ya contiene en sí mismo, potencialmente, a la institución”.
Hubo otra consecuencia, menos edificante, del movimiento de 1968. Me refiero al trauma de la masacre de Tlatelolco y cómo fue procesada la experiencia por los estudiantes de aquella época. Las balas del Ejército y la policía no sólo dañaron los cuerpos de los asistentes al mitin del 2 de octubre, también destruyeron las ideas, las actitudes y las expectativas de toda una generación de estudiantes. Tlatelolco hizo volar en pedazos la confianza ingenua que los estudiantes tenían en el orden legal, en la democracia, en las instituciones, en la Revolución Mexicana, y en lugar de esos valores y creencias se creó en ellos, primero, un vacío, después un rencor desesperado, un sentimiento denso de odio y coraje que sólo podía conducir a al delirio y a la locura.
La corriente estudiantil democrática fue derrotada por la masacre de Tlatelolco; en cambio, la matanza hizo que triunfaran las corrientes revolucionarias, no democráticas. Perdimos quienes creíamos que el pliego petitorio sería eventualmente atendido y resuelto por las autoridades. Ganaron los que pregonaban que México no tenía un régimen democrático y que de nada servía cumplir buscar solución pacífica y política a las demandas estudiantiles. Lo que debía hacerse, decían los revolucionarios, era o bien abandonar la universidad para “ir al pueblo” (maoístas), o bien preparar la revolución armada mediante guerrillas urbanas.