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Si nos remontamos a la etimología de la palabra absolutismo, proviene del latín “absolūtum” y a su vez, de “absolvĕre”, que significa absolver.
El absolutismo monárquico fue el típico régimen político que caracterizó el poder ilimitado del rey durante la Edad Moderna europea, sobre todo durante los siglos XVI y XVII, cuando el rey recuperó el poder que había cedido en la Edad Media a los señores feudales, y contra el cual se levantó la burguesía durante la Revolución Francesa de 1789, que sentó los cimientos del sistema democrático.
Se caracterizó el absolutismo monárquico por poseer el rey, todo el poder del Estado, que justificaba como concedido directamente por Dios, reuniendo en su persona las atribuciones de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
El filósofo Hobbes fue defensor del absolutismo monárquico pues consideraba que al ser el hombre malo por naturaleza necesitaba una autoridad fuerte que refrenara sus perversos instintos. Contra esta concepción se alzaron los filósofos ilustrados del siglo XVIII, como Rousseau y Montesquieu, el primero con su teoría del contrato social ente el pueblo y el gobierno; y el segundo preconizando la división de poderes como garantía para los gobernados.
En esta forma de gobierno el poder reside en el monarca, quien dicta leyes para el pueblo, pero él mismo queda libre de cumplirlas o no, pues no responde por sus actos de gobierno.
Otras manifestaciones del absolutismo son la dictadura, la tiranía, el despotismo, el cesarismo y la autocracia.
Actualmente este sistema político es usado por los gobiernos integristas islámicos.