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A comienzo de la década de 1920 nace en Estados Unidos una corriente del género conocida como “policial negro“ o “duro”. Algunos de los escritores más renombrados de esta vertiente son Dashiell Hammet y Raymond Chandler, creadores de los personajes de San Spade y Philip Marlowe, respectivamente. Este tipo de detectives se diferencia de los del policial clásico en que vive de su trabajo y se lanza a las calles: la investigación lo lleva por ámbitos sociales diversos; frecuenta los bajos fondos y enfrenta engaños que ponen en peligro su vida. Suelen ser ex policías en decadencia, que conocen los códigos del mundo del delito; actúan basándose en la lealtad y son incorruptibles. Tenemos un detective completamente transformado. Ya no es el prolijo investigador de escritorio, sino que se mueve en los mismos ambientes en los que roban y matan los delincuentes y usa, como ellos, la fuerza de sus puños y su puntería. El detective en los relatos policiales negros es un profesional que cobra dinero por su trabajo y usa los mismos métodos violentos que sus perseguidos. Es un duro que devuelve siempre los golpes que recibe y no perdona a nadie. Generalmente sus investigaciones provocan nuevos crímenes, pero él permanece imperturbable. El policial negro no se centra en el enigma en sí, sino en la representación de una sociedad corrupta y de una compleja trama de intereses, poder y dinero, que opera detrás del delito. Por eso, en estos relatos aumentan el suspenso y la incertidumbre: los detectives no son infalibles y el lector no sabe qué ocurrirá con su héroe en el siguiente capítulo, ya que, en este mundo de violencia urbana, mafia y complicidad de los poderosos, rige la ley del más fuertes. Las historias del policial negro hablan de una sociedad que perdió sus valores fundamentales y en la que la ley fue reemplazada por los negocios turbios. En ese contexto, los detectives ya no intentan restablecer el orden, sino simplemente hacer su trabajo.