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Para microbios como bacterias, hongos, virus y parásitos, el interior del cuerpo humano es un lugar muy propicio para crecer y prosperar (es oscuro, cálido y con muchos nutrientes). Por suerte, la piel y las membranas mucosas (los tejidos que recubren por dentro la nariz, la boca, los párpados, el tubo digestivo y las áreas genitales, por ejemplo) funcionan bien cuando se trata de mantener fuera del cuerpo a los invasores nocivos. Sin embargo, cuando los microbios logran atravesar estas capas protectoras, los órganos, tejidos y células del sistema inmunitario están listos para combatir a los invasores.
Para iniciar una respuesta inmunitaria, tu cuerpo debe ser capaz de diferenciar entre células y sustancias que son “propias” (parte de ti) y las que son “extrañas” (las potencialmente nocivas, que no son parte de ti). Todas las células de tu cuerpo contienen proteínas específicas en la superficie que ayudan al sistema inmunitario a reconocerlas como “propias”. Es por eso que el sistema inmunitario generalmente no ataca los tejidos del mismo cuerpo. (Los trastornos autoinmunitarios ocurren cuando el sistema inmunitario ataca sus propios tejidos por error, como la glándula tiroides, las articulaciones, el tejido conectivo u otros órganos). Los materiales “extraños” tienen proteínas y otras sustancias en sus superficies que el cuerpo no reconoce, llamadas antígenos. Los antígenos activan el sistema inmunitario para atacarlos y a todo lo que se unen, ya sea gérmenes, virus, bacterias u otros cuerpos. Esta respuesta termina destruyendo a los invasores extraños o manteniéndolos bajo control, para que no puedan dañar el cuerpo.