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La leyenda del Charro Negro
En los pueblitos aroma viejo de nuestro país, donde aún la polvareda del camino empedrado y los boleros hacen las delicias de la noche cálida, corre el rumor del galopar de un jinete errante, corcel y traje negro, cuyo rastro deja fuego, dicen, proveniente del mismo infierno ¿
El origen de ésta leyenda es incierto, pero lo más probable es que haya surgido durante la época colonial. Asimismo, existen tantas formas de narrarla como personas y lugares en los que se cuenta, pero todo indica que se trata de un mismo y espectral caballero del que todos hablan, y a quien todos le temen:
Un hombre de gran estatura, magro de carne hasta los huesos, de figura más bien alargada y semblante cadavérico pero, eso sí, altivo y galante, ataviado de impecable traje de charro, botoneado de plata a los costados y sombrero de ala ancha, bajo el que se oculta la figura, dicen, de un ente maligno y fantasmal, de un emisario del diablo. Hay quienes sostienen que se trata del mismísimo diablo en persona, quien suele cabalgar su robusto caballo negro por las noches y hacer suyas las madrugadas hasta que el amanecer lo obliga a devolverse a las tinieblas.
La siniestra misión del Charro Negro es recolectar las almas de aquellos que no posean un corazón puro y libre de avaricia; anda por los caminos y las terracerías, saludando a cuanta persona de a pie cruzase sus andares, invitándoles a compartir montura y acercarles a su destino. A los hombres, tras saludarles con su gallardía característica, les ofrecía una bolsa repleta de monedas. Pocos eran los que resistían la tentación de aceptar el despampanante obsequio. A las mujeres, haciendo gala de su porte quijotesco, las seducía con palabras dulces y flores hasta que caían rendidas a sus encantos. Pero ¡Ay de aquél o aquella que montara aquél negro corcel! El Charro Negro se sumergía en la espesura de la noche, dejando tras de sí un estruendo de cascos y polvo que no conocería el destino fatal de las pobres víctimas.
Sin embargo, condenado a una eternidad de vagancia nocturna por las callejuelas, cuentan que no siempre anda en busca de víctimas a las que arrastrar al purgatorio: en ocasiones, un tanto apesadumbrado, gusta de saludar a los viajeros con quienes busca sostener una amena charla, pidiendo a cambio tan sólo un poco de compañía a trote lento. Pero contados son los casos de quienes tuvieron la suerte de encontrarse al Charro Negro y vivir para narrar ésta leyenda ¿Te habrás topado alguna vez con él sin darte cuenta?
En los pueblitos aroma viejo de nuestro país, donde aún la polvareda del camino empedrado y los boleros hacen las delicias de la noche cálida, corre el rumor del galopar de un jinete errante, corcel y traje negro, cuyo rastro deja fuego, dicen, proveniente del mismo infierno ¿
El origen de ésta leyenda es incierto, pero lo más probable es que haya surgido durante la época colonial. Asimismo, existen tantas formas de narrarla como personas y lugares en los que se cuenta, pero todo indica que se trata de un mismo y espectral caballero del que todos hablan, y a quien todos le temen:
Un hombre de gran estatura, magro de carne hasta los huesos, de figura más bien alargada y semblante cadavérico pero, eso sí, altivo y galante, ataviado de impecable traje de charro, botoneado de plata a los costados y sombrero de ala ancha, bajo el que se oculta la figura, dicen, de un ente maligno y fantasmal, de un emisario del diablo. Hay quienes sostienen que se trata del mismísimo diablo en persona, quien suele cabalgar su robusto caballo negro por las noches y hacer suyas las madrugadas hasta que el amanecer lo obliga a devolverse a las tinieblas.
La siniestra misión del Charro Negro es recolectar las almas de aquellos que no posean un corazón puro y libre de avaricia; anda por los caminos y las terracerías, saludando a cuanta persona de a pie cruzase sus andares, invitándoles a compartir montura y acercarles a su destino. A los hombres, tras saludarles con su gallardía característica, les ofrecía una bolsa repleta de monedas. Pocos eran los que resistían la tentación de aceptar el despampanante obsequio. A las mujeres, haciendo gala de su porte quijotesco, las seducía con palabras dulces y flores hasta que caían rendidas a sus encantos. Pero ¡Ay de aquél o aquella que montara aquél negro corcel! El Charro Negro se sumergía en la espesura de la noche, dejando tras de sí un estruendo de cascos y polvo que no conocería el destino fatal de las pobres víctimas.
Sin embargo, condenado a una eternidad de vagancia nocturna por las callejuelas, cuentan que no siempre anda en busca de víctimas a las que arrastrar al purgatorio: en ocasiones, un tanto apesadumbrado, gusta de saludar a los viajeros con quienes busca sostener una amena charla, pidiendo a cambio tan sólo un poco de compañía a trote lento. Pero contados son los casos de quienes tuvieron la suerte de encontrarse al Charro Negro y vivir para narrar ésta leyenda ¿Te habrás topado alguna vez con él sin darte cuenta?
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