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Para cuando estalló la Revolución Francesa, en julio de 1789, la Hispanoamérica colonial era un mundo en crisis.
Este dilatado mundo, que se extendía desde California hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico, seguía siendo formalmente dominio de la corona española, pero en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que ponían en cuestión el otrora seguro y absoluto dominio metropolitano.
La crisis que afectaba a este enorme espacio colonial era, en esencia, una «crisis de dominación», que se expresaba en una cada vez más endeble dependencia económica con relación a la metrópoli y en un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas internas. Este fenómeno, iniciado a fines del siglo XVII, determinaba que la mayor parte de la riqueza producida en la América española se invirtiese o acumulase en su mismo territorio en gastos de defensa y administración, construcción de infraestructura, pago de obligaciones oficiales, adquisición de abastecimientos para la industria minera, etc. y que el tesoro remitido a España equivaliese apenas a un 20% del total.
Un efecto final de la Revolución Francesa en nuestra América fue la ideología que inspiró la mayoría de sus cartas constitucionales. Muchos principios de la Declaración de los Derechos del Hombre - como la igualdad jurídica de los ciudadanos, la soberanía popular, la juridicidad estatal, las garantías personales, la separación de poderes y el derecho a la propiedad - fueron incorporados generalmente a las leyes supremas de los nuevos países independientes, aunque, en la práctica, se mantuviera esencialmente la estructura socioeconómica heredada de la colonia.