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El Reino Unido, y sus estructuras políticas predecesoras, han protagonizado un ciclo histórico de increíble despliegue de poder, para la dimensión y características de esta isla atlántica, hoy poblada por más de sesenta millones de habitantes. Nacida de la confluencia de diversas oleadas de pueblos de origen continental, los anglosajones emprendieron, con la consolidación de su gobierno central en torno a la Monarquía y a su prematuro Parlamento, la conquista de Irlanda – cuya deforestación se completó tras hacer lo propio con el suelo patrio en un temprano Siglo XIV -, y, tras ello, la emigración a América. Como es analizado por parte de los historiadores que siguen la evolución del consumo de los recursos, la salida americana resultó básica como vía de escape poblacional ante la limitación de sustento propio que tan dramáticamente describiera el economista y sacerdote T.R. Malthus.
Posteriormente, el amplio ámbito anglosajón se retroalimenta del proceso de deforestación y la multiplicación que supuso el sueño americano, hasta que la misma escasez maderera local trajo la inclusión del carbón – que ya era conocido, pero repudiado por su toxicidad en la combustión – como elemento central del desarrollo y crecimiento del país. La potencia carbonífera en que se convirtió Gran Bretaña le permitió extender sus dominios, y convertirse en la primera economía mundial, a través de la gran industria y el transporte marítimo a vapor, que sirvió de germen de la posterior Commonwealth, atrayendo hacia sus factorías textiles y metalúrgicas el incipiente trasiego de materias primas que anunciaba la hoy conocida como globalización.