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La colonización norteamericana iniciada el siglo XVII consistió en el asentamiento de migrantes europeos en comarcas eriazas. Su inserción desplazó a la escasa población nativa, dedicada a la caza y la recolección, hacia confines periféricos, donde continuó con sus actividades itinerantes.
Distinto fue el asentamiento de españoles en el Tahuantinsuyo, iniciado un siglo antes. En vez de tierra baldía, estos se apropiaron de predios productivos, pues aquí la población nativa se dedicaba a la agricultura.
Desplazamiento de nómadas en un caso, confiscación de activos en el otro. Para los nativos, la inserción europea en Nueva Inglaterra fue un trauma, pero en el Tahuantinsuyo fue una catástrofe.
Otra diferencia es que la colonización anglosajona difundió la propiedad privada entre muchos, mientras que la conquista hispana la concentró en unos pocos. Tal como explica el profesor Niall Ferguson, hacia 1895 el 80% de las familias estadounidenses poseían tierras, mientras que en Argentina o México ese porcentaje era cercano o inferior al 10%. En nuestro país, el 1% de la población era dueña del 75% de la tierra labrantía, según el historiador Lawrence Clayton.
Durante la Guerra Fría, las superpotencias competían por la imposición de sus antagónicos modelos. Ante el embate comunista, Estados Unidos consideró la necesidad de que América Latina corrigiera sus iniquidades semifeudales. Temía desenlaces violentos como los producidos por las revoluciones mexicana, guatemalteca, boliviana y cubana. De estas advertencias históricas, la última tenía el agravante de sus fines colectivistas, que excluían la difusión de la propiedad privada. Nelson Manrique acaba de desenterrar documentos desclasificados de la CIA que dan cuenta de esa preocupación.
Por ello, en agosto de 1961, durante el liderazgo de John F. Kennedy, se convocó a una conferencia internacional que concluyó con la aprobación de la Carta de Punta del Este, en la que los países signatarios se comprometieron a impulsar programas “orientados a la efectiva transformación de las estructuras e injustos sistemas de tenencia y explotación de la tierra”.
Así, alentaron la tendencia pro reforma latente en América Latina, y evidenciada, en el caso del Perú, por recurrentes levantamientos campesinos y toma de tierras. En representación nuestra, avaló y firmó dicha declaración Pedro Beltrán, entonces ministro de Manuel Prado. Como consecuencia, el Instituto de Reforma Agraria y Colonización inició el estudio de la futura reforma y sus eventuales alcances.
El gobierno militar que lo sucedió, en manos del general Nicolás Lindley, avanzó en la dirección establecida en Uruguay. Así, dictó en 1962 la Ley de Bases de la Reforma Agraria. Finalmente, durante la primera administración de Fernando Belaunde, el Congreso, dominado entonces por la coalición apro-odriista, aprobó en mayo de 1964 la ley de reforma agraria que reconocía una extensión mínima inafectable y la obligación del Estado de compensar justipreciadamente y en efectivo la infraestructura física expropiable.
Como en la tradición incaica, Belaunde postuló la necesidad de acompasar el crecimiento demográfico con la expansión de la frontera agrícola. Así, complementó la consensual iniciativa redistributiva mediante numerosas irrigaciones y a través de la colonización de la selva alta. Es decir, mediante la creación de nueva área labrantía. Además, para no erosionar la productividad del campo, las afectaciones se administraron con cautela.
Desafortunadamente, el consenso redistributivo acabó con el golpe militar de 1968, encabezado por el general Juan Velasco. Se apeló entonces a la confrontación disociadora mediante un draconiano decreto ley. Se adoptaron procedimientos confiscatorios y se vulneró en la práctica el mínimo inafectable, como si los terratenientes de mediados del siglo XX hubieran sido responsables de las iniquidades del pasado colonial y merecieran castigo.
A casi medio siglo de ese atropello que frustró un esfuerzo razonable de reforma, resulta insólito que solo se haya honrado la deuda agraria de los antiguos terratenientes estadounidenses (acuerdo De la Flor-Green de 1973) y se mantenga aún expoliados a los antiguos terratenientes peruanos.