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Al finalizar la década de los sesenta era perceptible en muy diversos países del mundo que los pueblos históricos englobados en los más distintos tipos de estados nacionales comenzaban una nueva forma de lucha política por la reivindicación de sus derechos étnicos. México no fue excepción. Los pueblos indios que habitan el territorio nacional desde épocas que se pierden en la profundidad del pasado comenzaron a adquirir una nueva visibilidad en la sociedad mexicana: encontraron otras formas de organización para la lucha e iniciaron la elaboración de un discurso político que sonaba más comprensible para los oídos del sector no indio, acostumbrado al silencio que resulta de no querer escuchar y a la incapacidad para ver y reconocer que proviene de no aceptar la existencia legítima del “otro”. Nunca estuvieron ausentes, por supuesto; pero ahora los pueblos indios estaban dispuestos a ingresar activamente a la escena política de México, con su propia voz y con su rostro propio.