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He reflexionado estos días sobre la evolución del poder económico y el poder político en nuestra sociedad, tanto a nivel global como nacional y autonómico. En los últimos años se ha producido, como consecuencia de la necesidad de sobrevivir en la ultracompetitiva aldea global actual, una formidable concentración de poder económico en grandes grupos financieros y en conglomerados industriales y de servicios. Si examinamos las cifras de ventas y beneficios de las grandes empresas mundiales, su implantación y presencia en los cinco continentes y sus intensas campañas publicitarias, podemos deducir el extraordinario poder que ejercen las decisiones de sus directivos sobre los productos que consumimos o disfrutamos, la calidad de vida del planeta, la estabilidad y valor de muchas monedas nacionales y, desde luego, en la política internacional. La concentración parece imparable y, valga como ejemplo, en el mundo del automóvil, tan representativo e influyente en la economía de este siglo, los analistas más rigurosos prevén a corto plazo sólo cuatro o cinco gigantes dominantes que se repartirán uno de los mercados globales más sofisticados y difíciles.
Esta concentración evidente de poder en el área económica produce a menudo un efecto perverso, como es una cierta borrachera de suficiencia-influencia de algunos magnates o ejecutivos, a menudo acompañada de un desdén elitista hacia la clase política. Cuántas veces he escuchado o leído frases como 'no tienen ni idea de cómo llevar un país', 'he visto tantos Gobiernos en mi vida profesional', 'hacen política porque no pueden hacer otra cosa', 'todos los políticos son iguales, sólo quieren medrar', 'yo este problema lo solucionaba en dos días'. Considerar que el éxito económico -obtenido tras admirables esfuerzos y dedicación en muchos casos- es traspasable automáticamente a otras áreas sociales y permite descalificar a los que han dedicado y dedican su vida a la causa pública es, a mi juicio, además de un error, una injusticia, desgraciadamente cada vez más frecuente.
Esta concentración evidente de poder en el área económica produce a menudo un efecto perverso, como es una cierta borrachera de suficiencia-influencia de algunos magnates o ejecutivos, a menudo acompañada de un desdén elitista hacia la clase política. Cuántas veces he escuchado o leído frases como 'no tienen ni idea de cómo llevar un país', 'he visto tantos Gobiernos en mi vida profesional', 'hacen política porque no pueden hacer otra cosa', 'todos los políticos son iguales, sólo quieren medrar', 'yo este problema lo solucionaba en dos días'. Considerar que el éxito económico -obtenido tras admirables esfuerzos y dedicación en muchos casos- es traspasable automáticamente a otras áreas sociales y permite descalificar a los que han dedicado y dedican su vida a la causa pública es, a mi juicio, además de un error, una injusticia, desgraciadamente cada vez más frecuente.
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