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Desde sus orígenes ha existido una íntima relación entre la forma física de la ciudad y las ideas que guiaron la organización social. En primer lugar, debemos destacar que la Revolución Neolítica tuvo como resultado el surgimiento de la ciudad, del modo de vida urbano: el paso de la vida nómade –de recolección directa de alimentos– al sedentarismo –de producción y acopio– significó para el hombre el inicio de su vida en comunidad. El desarrollo de las técnicas de cultivo terminó con el nomadismo e implicó la necesidad de concentración en un territorio para trabajar el suelo colectivamente.
Al mismo tiempo, la producción de excedentes agrícolas posibilitó el uso del tiempo en otras actividades, tales como la artesanía, el intercambio o la administración, funciones características de las primeras formas de vida urbana. La producción y el comercio comenzaron a instaurar en el período Neolítico un modelo de convivencia que impulsa a los asentamientos a crecer en extensión y en población.
En términos generales cabe señalar que las primeras civilizaciones urbanas se asentaron en siete regiones diferentes, entre 10.000 y 5.000 años atrás, y en todos los casos las ciudades se situaron en llanuras aluvionales y con buenas posibilidades para la agricultura, poniendo en evidencia desde su mismo origen la fuerte dependencia entre la ciudad y la producción económica del entorno inmediato. Estas siete regiones fueron:
La llanura del valle del río Hoang-Ho (Huixia, Anyang, Gaocheng), actual China.
El valle del Indo (Harapa, Mohenjo-Daro, Balatok), actualmente India.
Los valles del Tigris y el Éufrates (Nínive, Babilonia, Ur, Uruk, Asur, Jericó), actualmente Irak.
El valle del Nilo (Ilahun, Menfis, Giza, Tebas, Abidos), actualmente Egipto.
Las alturas peruanas y bolivianas (Tiahuanaco, Pikimachay, Machu Picchu, Nazca), actualmente Bolivia y Perú.