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Redacción:
La República
3 Dic 2015 | 3:00 h
Gonzalo Gamio Gehri *
Conocida es la definición aristotélica del ciudadano como aquel que gobierna y a la vez es gobernado (Cfr. Política 1277b 10). El ciudadano participa de la práctica del poder en la medida en que interviene en la elección de las autoridades y en tanto se compromete en el proceso de deliberación en el espacio común. El autogobierno es la condición de la ciudadanía en una ‘pólis’ genuinamente libre.
El mundo moderno ha producido sociedades más extensas y complejas, que dificultan el ejercicio de la política en el preciso sentido en el que lo comprendían los antiguos atenienses. El trabajo se ha convertido en una actividad que rivaliza con la política como práctica constitutiva de una vida lograda. El mercado convoca tanto a las personas como el espacio público. Para quienes encuentran en el quehacer político el trasfondo de una peculiar vocación, la participación política exige intervenir en calidad de funcionario público o como militante de un partido político. Cabe preguntarse qué alternativas tiene el ciudadano independiente si se propone actuar como un agente político en el citado registro clásico. El dilema que los agentes deben afrontar consiste en encontrar otros espacios de acción cívica, o en renunciar a ejercitar el poder, más allá del acto de votar cada cierto tiempo.
La sociedad civil reúne un conjunto de espacios abiertos a la deliberación de los ciudadanos en torno a temas de interés público. Se trata de instituciones intermedias –situadas entre los individuos y el Estado– que se constituyen como lugares para la construcción de opinión pública y la vigilancia del uso del poder gubernamental y parlamentario. Desde sus fueros se discute la pertinencia de determinadas leyes e instituciones, así como se evalúa la posibilidad de incorporar en la agenda política ciertos temas que preocupan a los miembros de la comunidad.
Las universidades, los colegios profesionales, las Organizaciones No Gubernamentales, los sindicatos, las asociaciones religiosas, y otras instituciones forman parte de la sociedad civil. Se trata de foros desde los que puede pensarse la sociedad y sus problemas, así como discernir caminos posibles para la acción común. Causas relevantes para la vida social como la defensa de los derechos humanos, el cuidado del ecosistema o la promoción de una pedagogía intercultural en el país han sido discutidas y cultivadas desde la sociedad civil.
El sistema democrático requiere –para gozar de una buena salud- contar con partidos políticos sólidos, pero también necesita el concurso de una sociedad civil organizada. Los agentes no actúan desde esas instituciones sociales en calidad de representantes, sino como ciudadanos comprometidos con bienes comunes y con el cuidado de las libertades básicas. Ellos participan directamente en la discusión de asuntos de interés colectivo y se movilizan para hacer llegar sus propuestas e iniciativas a las instancias del Estado, o pedir cuentas a las autoridades elegidas en materia de su labor y responsabilidad pública. Los ciudadanos que actúan de esta forma no precisan de otra fuente de legitimidad que el estricto ejercicio de sus derechos.
Resulta evidente que las organizaciones de la sociedad civil pueden enfrentar procesos de crisis y degradarse. Toda institución está expuesta a esa clase de peligros. Pensemos en algunos ejemplos. Las universidades pueden organizarse invocando una estructura meramente empresarial y anteponer la búsqueda del lucro a la formación científica y así renunciar a sus propósitos internos. Las comunidades religiosas pueden prohibir a sus miembros el examen crítico de sus tradiciones e incitar a sus adeptos a asumir una perspectiva integrista.
Los sindicatos y los colegios profesionales pueden corromperse y ser controlados por una cúpula inescrupulosa y violenta. En todos esos casos, las organizaciones pierden su condición de ser foros de discernimiento colectivo. No obstante, ellas pueden prevenir estos males alentando las prácticas deliberativas como elemento básico de su funcionamiento, promoviendo la crítica y proyectando sus acciones hacia la comunidad política. La sociedad civil constituye un escenario privilegiado para el control democrático del poder. El autogobierno se convierte en una meta razonable de la vida pública en la medida en que logramos potenciar estos espacios intermedios como escenarios para la acción común.
* Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas, Profesor de Filosofía Política en la Pontificia Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.