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El Imperio romano, que arrastró una fuerte crisis en el siglo III, terminó por desaparecer, lo que aconteció en el año 476. La causa esencial de esa hecatombre se hallaba en los graves problemas internos, tanto políticos y militares como sociales y económicos, pero también contribuyó a su caída la presión ejercida desde el exterior de sus fronteras por los denominados pueblos bárbaros, que, como es bien sabido, en su mayor parte pertenecían al grupo germánico. La península Ibérica conoció, a comienzos del siglo V, concretamente el año 409, la invasión de dichos pueblos, en concreto los suevos y los vándalos, ambos pertenecientes al tronco germano, y los alanos, estos últimos de origen asiático. Poco después hacían acto de presencia en el solar ibérico los visigodos, que habían sellado en el año 416 un pacto con Roma, con la finalidad, al parecer, de eliminar de Hispania a los invasores antes citados. De todos modos los suevos lograron asentarse en el noroeste peninsular.
El reino visigodo, se estableció en el sur de Francia. De ahí que tras la caída del Imperio romano el reino Suevo se encuentra en Gallaecia y al norte de los Pirineos con el reino visigodo de Tolosa. Poco después el Imperio bizantino, dirigido por Justiniano, que pretendía, recomponer el viejo Imperio romano de Occidente, lanzó una ofensiva en el Mediterráneo occidental, logrando establecerse en la costa mediterránea de Hispania. No obstante, desde comienzos del siglo VI, y en particular después de su derrota en Vouillé ante el rey franco Clodoveo, en el año 507, los visigodos se fueron desplazando a la península Ibérica, al tiempo que abandonaban los dominios de su antiguo reino de Tolosa.
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