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Manuel Agustín Aguirre pertenece a las instancias más altas del pensamiento latinoamericano sigloventino. Su proverbial sentimiento de solidaridad no está restringido a Ecuador, sino a nuestra patria grande, América Latina, y abraza, en suma totalizadora, a la humanidad. En esos anchos espacios converge, desde Loja, su lugar de origen, con Benjamín Carrión, Pío Jaramillo Alvarado, Ángel F. Rojas, Pablo Palacio, Adolfo Valarezo, entre otros, en la forja de un mejor destino histórico inmediato para los pueblos pobres de la tierra. Autor de tratados y ensayos buidos de rigor científico —cuando se trata de economía y socialismo—, y de amplios saberes y anchura de espíritu —cuando versa sobre sociología o literatura—, vida y obra de Manuel Agustín Aguirre han transgredido tiempo y espacio. Una treintena de libros salieron de su lúcido talento; sin embargo, apenas puede hablarse de una discreta penumbra mistificatoria de su paradigmática personalidad en escasas facultades universitarias; nunca nos hemos impuesto el imperioso deber de efectuar un examinatorio comparado, entre la atomización y el colapso de las izquierdas y la memoria del hombre a quien se debe la orientación de los auténticos movimientos revolucionarios y la histórica reforma de nuestra universidad. ¡Cuántas generosas proposiciones inferiríamos de este ejercicio!
En el campo de la poesía, Manuel Agustín Aguirre publicó Poemas automáticos, Pies desnudos y Llamada de los proletarios. Poesía que halla el mejor sustento en lo real, configura su ámbito de expresión, aprehendiendo el tiempo en su presente, secuestrando la música del aire que respira, irrumpiendo desde la sangre en cada fragmento de espacio que recorre; en cada experiencia del hombre en su encuentro con el otro: rebelión y rabia, dolor y agitación, cautividad y liberación, reflexión y espasmo. Aguirre es un hombre de carne y hueso que dialoga con el mundo, que camina por las calles: suerte de peatón que averigua la intimidad de las cosas dilucidada en su contacto con el otro, y pródigamente nos restituye, como un eco, su voz preñada de vida, conmociones, convicciones, extravíos y certezas. Nada es extraño para este poeta, lo humano le hostiga como signo creativo. Su música verbal invade los linderos de lo lírico y lo narrativo, y allí, en este vértice, afinca su posibilidad de llegar a un vasto público. Si en este milenio estamos excluidos —cada quien en nuestro propio cubo— como profetizó Ítalo Calvino, sin esperar hallar nada más que aquello que seamos capaces de llevar, el cubo que nos legó Manuel Agustín Aguirre es el de los condenados, el de los sin tierra, el de los desposeídos, por eso, su poesía nos deja una espiral en nuestra mirada, en nuestra memoria, pero, sobre todo, en nuestro aislado corazón.