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No tengo creencias religiosas. Eso responde a la educación recibida y a mi filosofía de vida, desde que tengo uso de conciencia.
Cada vez que me he enfrentado a la muerte – antes de, y durante mi participación en la guerra de Angola – convencido de estar viviendo mis últimos minutos, me he sentido absolutamente solo, casi pudiera decirse que desnudo ante la parca, aunque amigos que profesan las más diversas creencias y religiones se han esforzado por convencerme de que jamás estuve solo en tales trances. Y han añadido algo que me parece muy razonable y hasta irrebatible: “Que tú creas o no, es lo de menos. Lo verdaderamente importante es que no estuviste solo y que hoy estamos aquí, hablando del tema, ¿o no?
Traigo esto a colación, porque tengo una amiga que ha pasado por pruebas terribles debido a su delicada salud. Una y otra vez se ha visto exigida, ha impuesto una voluntad admirable y un espíritu de guerrera y ha salido a flote. Y Camila sí cree, sí se siente bendecida por su Dios, aunque no escapa a momentos de flaqueza y dudas, por verse sometida nuevamente a los tormentos indescriptibles que ha vuelto a padecer y que le han llevado a contarme, como quien necesita un oído receptivo, un hombro sobre el que llorar y una palabra de aliento.
Su relato me hizo recordar una historia, cuya autoría desconozco, pero que me conmovió por su belleza y profundidad. Supe entonces que sería el mejor bálsamo para mi Camila guerrera y triste y que su lectura vendría a iluminar ese rostro querido y renovar su fe y sus fuerzas. El efecto fue inmediato y le pedí permiso para compartir lo sucedido con otras almas sensibles, que tampoco quedarán indiferentes, sin importar si se remiten a algún Dios o deidad en sus momentos de dolor y de felicidad. Espero lo disfruten como mi amiga y yo.
REPORTÁNDOSE
Una vez un sacerdote estaba dando un recorrido por la Iglesia al mediodía. Al pasar por el altar, decidió quedarse cerca para ver quién había venido a orar.
En ese momento se abrió la puerta; el sacerdote frunció el entrecejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo. Estaba sin afeitarse desde hace varios días, vestía una camisa rasgada y tenía el abrigo gastado. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fue. Durante los siguientes días aquel hombre, siempre al mediodía, llegaba a la Iglesia cargando una maleta, se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir.
El cura, un poco temeroso, empezó a sospechar que se tratase de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir, le preguntó:
- “¿Qué haces aquí, hijo?”
El hombre dijo que trabajaba cerca y tenía media hora libre para el almuerzo y aprovechaba ese momento para orar.
- “Solo me quedo unos instantes, sabe, porque la fábrica queda un poco lejos, así que sólo me arrodillo y digo: “Señor, solo vine nuevamente para contarte cuán feliz me haces cuando me liberas de mis pecados; no sé orar muy bien, pero pienso en Ti todos los días, así que, Jesús, este es Jim reportándose”.
El sacerdote, sintiéndose un tonto, le dijo a Jim que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. El padre se arrodilló ante el altar, sintió derretirse su corazón con el gran calor del amor y encontró a JESÚS, mientras corrían lágrimas por sus mejillas; en su corazón repetía la plegaría de Jim:
- “SÓLO VINE PARA DECIRTE, SEÑOR, CUÁN FELIZ FUI DESDE QUE TE ENCONTRÉ A TRAVÉS DE MIS SEMEJANTES Y ME LIBERASTE DE MIS PECADOS. NO SÉ MUY BIEN CÓMO ORAR, PERO PIENSO EN TI TODOS LOS DÍAS. ASÍ QUE, JESÚS, SOY YO, REPORTÁNDOME”.
Cierto día, el sacerdote notó que el viejo Jim no había venido. Los días siguieron pasando sin que Jim volviese para orar. El cura comenzó a preocuparse, hasta que fue a la fábrica a preguntar por él; allí le dijeron que Jim estaba muy enfermo.
La semana que Jim estuvo en el hospital le trajo muchos cambios, él sonreía todo el tiempo y su alegría era contagiosa. La enfermera jefa no podía entender por qué Jim estaba tan feliz, ya que nunca había recibido flores, ni tarjetas, ni visitas.
El sacerdote se acercó al lecho de Jim con la enfermera y ésta le dijo, mientras Jim escuchaba:
- “Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a dónde recurrir”.
Sorprendido, el viejo Jim dijo con una sonrisa:
- “La enfermera está equivocada, pero ella no puede saber que todos los días, desde que llegué aquí, a mediodía, un querido amigo mío viene, se sienta aquí en la cama, me agarra de las manos, se inclina sobre mí y me dice: “sólo vine para decirte, Jim, cuán feliz fui desde que encontré tu amistad y te liberé de tus pecados. Siempre me gustó oír tus oraciones, y pienso en ti cada día. Así que, Jim, este es Jesús, reportándose”.
Cada vez que me he enfrentado a la muerte – antes de, y durante mi participación en la guerra de Angola – convencido de estar viviendo mis últimos minutos, me he sentido absolutamente solo, casi pudiera decirse que desnudo ante la parca, aunque amigos que profesan las más diversas creencias y religiones se han esforzado por convencerme de que jamás estuve solo en tales trances. Y han añadido algo que me parece muy razonable y hasta irrebatible: “Que tú creas o no, es lo de menos. Lo verdaderamente importante es que no estuviste solo y que hoy estamos aquí, hablando del tema, ¿o no?
Traigo esto a colación, porque tengo una amiga que ha pasado por pruebas terribles debido a su delicada salud. Una y otra vez se ha visto exigida, ha impuesto una voluntad admirable y un espíritu de guerrera y ha salido a flote. Y Camila sí cree, sí se siente bendecida por su Dios, aunque no escapa a momentos de flaqueza y dudas, por verse sometida nuevamente a los tormentos indescriptibles que ha vuelto a padecer y que le han llevado a contarme, como quien necesita un oído receptivo, un hombro sobre el que llorar y una palabra de aliento.
Su relato me hizo recordar una historia, cuya autoría desconozco, pero que me conmovió por su belleza y profundidad. Supe entonces que sería el mejor bálsamo para mi Camila guerrera y triste y que su lectura vendría a iluminar ese rostro querido y renovar su fe y sus fuerzas. El efecto fue inmediato y le pedí permiso para compartir lo sucedido con otras almas sensibles, que tampoco quedarán indiferentes, sin importar si se remiten a algún Dios o deidad en sus momentos de dolor y de felicidad. Espero lo disfruten como mi amiga y yo.
REPORTÁNDOSE
Una vez un sacerdote estaba dando un recorrido por la Iglesia al mediodía. Al pasar por el altar, decidió quedarse cerca para ver quién había venido a orar.
En ese momento se abrió la puerta; el sacerdote frunció el entrecejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo. Estaba sin afeitarse desde hace varios días, vestía una camisa rasgada y tenía el abrigo gastado. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fue. Durante los siguientes días aquel hombre, siempre al mediodía, llegaba a la Iglesia cargando una maleta, se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir.
El cura, un poco temeroso, empezó a sospechar que se tratase de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir, le preguntó:
- “¿Qué haces aquí, hijo?”
El hombre dijo que trabajaba cerca y tenía media hora libre para el almuerzo y aprovechaba ese momento para orar.
- “Solo me quedo unos instantes, sabe, porque la fábrica queda un poco lejos, así que sólo me arrodillo y digo: “Señor, solo vine nuevamente para contarte cuán feliz me haces cuando me liberas de mis pecados; no sé orar muy bien, pero pienso en Ti todos los días, así que, Jesús, este es Jim reportándose”.
El sacerdote, sintiéndose un tonto, le dijo a Jim que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. El padre se arrodilló ante el altar, sintió derretirse su corazón con el gran calor del amor y encontró a JESÚS, mientras corrían lágrimas por sus mejillas; en su corazón repetía la plegaría de Jim:
- “SÓLO VINE PARA DECIRTE, SEÑOR, CUÁN FELIZ FUI DESDE QUE TE ENCONTRÉ A TRAVÉS DE MIS SEMEJANTES Y ME LIBERASTE DE MIS PECADOS. NO SÉ MUY BIEN CÓMO ORAR, PERO PIENSO EN TI TODOS LOS DÍAS. ASÍ QUE, JESÚS, SOY YO, REPORTÁNDOME”.
Cierto día, el sacerdote notó que el viejo Jim no había venido. Los días siguieron pasando sin que Jim volviese para orar. El cura comenzó a preocuparse, hasta que fue a la fábrica a preguntar por él; allí le dijeron que Jim estaba muy enfermo.
La semana que Jim estuvo en el hospital le trajo muchos cambios, él sonreía todo el tiempo y su alegría era contagiosa. La enfermera jefa no podía entender por qué Jim estaba tan feliz, ya que nunca había recibido flores, ni tarjetas, ni visitas.
El sacerdote se acercó al lecho de Jim con la enfermera y ésta le dijo, mientras Jim escuchaba:
- “Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a dónde recurrir”.
Sorprendido, el viejo Jim dijo con una sonrisa:
- “La enfermera está equivocada, pero ella no puede saber que todos los días, desde que llegué aquí, a mediodía, un querido amigo mío viene, se sienta aquí en la cama, me agarra de las manos, se inclina sobre mí y me dice: “sólo vine para decirte, Jim, cuán feliz fui desde que encontré tu amistad y te liberé de tus pecados. Siempre me gustó oír tus oraciones, y pienso en ti cada día. Así que, Jim, este es Jesús, reportándose”.
Parky1:
Esto es de la novela de Camila O Gorman?
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