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Decía el escritor argentino Leopoldo Marechal que la patria es un dolor que aún no sabe su nombre, y un mucho más optimista Benjamin Franklin la situaba allá donde morara su libertad. La patria es un sentimiento, un lugar de refugio, quizá una mujer, y también una fuente de sufrimiento por reconocerla o por rechazarla. Algo que trasciende las fronteras, pero que se trata de resumir mediante unos símbolos. En los casos más felices, estos recogen un profundo orgullo, a veces llevado a límites que causan la burla de los más cínicos. Estados Unidos se alza ante su himno y se emociona con su bandera; Canadá exhibe sus colores y su hoja de arce allá por donde pisa; o Reino Unido transforma sus símbolos en parte de la cultura pop y del souvenir. ¿Y España? Para hablar de ella y de qué la representa es imposible no volver al lugar y al tiempo de la dictadura franquista, en la que el régimen se apropió de los símbolos nacionales para usarlos a la medida de su ideología. Si la fuerza de una idea de España revivió con el boom económico o se nutre de los éxitos deportivos, ¿dónde está la patria española fuera del terreno de juego y qué símbolos le dan cohesión? ¿Qué mueve en la gente ver la rojigualda? La ambivalencia de afectos marca la historia española. Los profesores Javier Moreno Luzón y Xosé Núñez Seixas han partido en su libro Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (RBA)de la idea de que las naciones “no son eternas”, algo lejano a las premisas de los nacionalistas, aseguran.
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