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A principios del siglo XX en Argentina fueron sancionadas por el Congreso Nacional dos
leyes de una trascendencia fundamental para la historia en general y para la lucha obrera en
particular: la Ley de Residencia en 1902 y la Ley de Defensa Social en 1910. Era una época
marcada por la llegada de miles de inmigrantes europeos, que se iban insertando al mundo laboral
argentino. Estos hombres y mujeres habían escapado de la desocupación, de la hambruna, de las
guerras, de la pobreza y creían encontrar en esta nueva nación, una nueva oportunidad. A partir de
1853, los llamados padres fundadores habían comenzado a fomentar la inmigración. La
Constitución de aquel año, a través del preámbulo, convocaba a los trabajadores a formar parte del
país. Aunque esperaban inmigrantes anglosajones, alemanes, escandinavos que contribuyeran a
modernizar o “civilizar el territorio casi bárbaro”, llegaban a los puertos porteños campesinos,
obreros y trabajadores mediterráneos.