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La belleza nos atrae, nos conmueve y nos seduce. Su influencia alegra la monotonía de la vida. Si no hubiese belleza, si todo fuese estéticamente indiferente e insípido, el mundo sería una realidad lúgubre. Podríamos decir que la belleza es la sal de la vida. Frente a la aridez del racionalismo científico, de los interese económicos y de todo tipo de ambiciones, la persona necesita encontrarse con el don íntimo de su belleza, de su conciencia y de todo aquello que sea capaz de suscitar la admiración por los valores del espíritu, ya que el ser humano busca la verdad y ama espontáneamente la belleza.
Según Simone Weil, el sentimiento de lo bello, aunque esté mutilado, deformado o manchado, sobrevive en el corazón humano como un estímulo muy potente. Está presente en todas las preocupaciones de la vida ordinaria. Esta inclinación natural del ser humano a amar la belleza es la vía habitual que Dios utiliza para abrir el interior de la persona a la experiencia espiritual. Así pues, la armonía del mundo, el goce estético que despierta la creación, es el camino más común, más fácil y más natural para conocer a Dios (Cf. S. WEIL, A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1998, 101). Weil cree que en todo lo que provoca una auténtica y pura sensación de belleza hay una presencia real de Dios. Hasta el punto que llega a afirmar que “hay como una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuya marca es la belleza” (Cf. S. WEIL, La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 183).
Lo bello no está al servicio de una doctrina ética o religiosa, no es un medio para un fin. No tiene un papel moralizador, pero tiene un papel purificador. Toda emoción estética limpia el corazón y da un nuevo brillo a nuestras sensaciones. Renueva nuestra naturaleza y nuestra sensibilidad, pero no nos suministra ninguna fuerza moral para andar por las vías de la rectitud.
Según Simone Weil, el sentimiento de lo bello, aunque esté mutilado, deformado o manchado, sobrevive en el corazón humano como un estímulo muy potente. Está presente en todas las preocupaciones de la vida ordinaria. Esta inclinación natural del ser humano a amar la belleza es la vía habitual que Dios utiliza para abrir el interior de la persona a la experiencia espiritual. Así pues, la armonía del mundo, el goce estético que despierta la creación, es el camino más común, más fácil y más natural para conocer a Dios (Cf. S. WEIL, A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1998, 101). Weil cree que en todo lo que provoca una auténtica y pura sensación de belleza hay una presencia real de Dios. Hasta el punto que llega a afirmar que “hay como una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuya marca es la belleza” (Cf. S. WEIL, La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 183).
Lo bello no está al servicio de una doctrina ética o religiosa, no es un medio para un fin. No tiene un papel moralizador, pero tiene un papel purificador. Toda emoción estética limpia el corazón y da un nuevo brillo a nuestras sensaciones. Renueva nuestra naturaleza y nuestra sensibilidad, pero no nos suministra ninguna fuerza moral para andar por las vías de la rectitud.
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