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En un país paradójicamente pobre, que vive pasando aulagas porque en el mes entrante no tendrá presupuesto para pagar la nómina oficial; donde nada alcanza porque los recursos van por la escalera y las necesidades por ascensor y el espectacular recaudo multimillonario de bonos de forzosa adquisición parece una gota de tinta en el océano; donde se anuncia con indiferencia sádica un nuevo proyecto impositivo que tiene temblando al país como el ciclón Andrés o el huracán Hommes, nadie quiere perder de vista la escandalosa danza de los millones que se fugaba en indemnizaciones burocráticas por dos meses de servicio, si es que los hubo. Tender un manto de silencio ante la avalancha de nuevos desconciertos no hace parte de nuestra mala memoria porque la opinión pública tiene todo el derecho a saber qué se hace con su dinero. Lejos de aducir la peregrina tesis de que es destinación específica del Congreso y puede hacer con él lo que le venga en gana, existe el derecho primordial de los con